Estrenado con cierto retraso en nuestro país, El Último Concierto se trata -aparte de lo que muchos denominan erróneamente un film menor-, de una pequeña joya en bruto, llena de sentimientos enfrentados y gigantescas
interpretaciones.
La cinta, dirigida por Yaron Zilberman, retrata las
relaciones existentes entre los cuatro integrantes de La Fuga, un cuarteto musical de
cuerda que lleva 25 años recorriendo los escenarios con sus conciertos. Tres
hombres y una mujer. Se aprecian,
se respetan y actúan de forma totalmente profesional en sus respectivas tareas. Todo
parece ir viento en popa, como la seda, hasta que Peter, el mayor de ellos y
fundador del grupo, anuncia su retirada debido a que empieza a mostrar los
primeros síntomas de una enfermedad degenerativa. Ahora, entre otras cuestiones, tocará buscar un nuevo
violoncelista.
Recelos, enfrentamientos. ambiciones y envidias aflorarán en
pantalla. Nada es tan perfecto entre ellos como aparentaban. Los egos de los tres músicos que deberían
seguir ondeando la bandera de La Fuga por el mundo, no se harán esperar. La
desintegración del cuarteto está a un solo paso de iniciarse. Tanto es así, que
quizás hayan de suspender el que tenía que ser el último concierto; el concierto de despedida de
Peter.
De narración calmada y guión afinado como las notas
de la música clásica por la que se deja arropar, se trata de un film sobrio
dispuesto a diseccionar los rincones más débiles del ser humano. Y lo hace con
tranquilidad, sin prisa y manteniendo cierta distancia emotiva con sus
personajes, sin dejar de marcarse, de vez en cuando, alguna que otra explosión de
tensión plagada de amarguras.
Y allí, como espectador principal de la tirantez
creada, se sitúa el desafortunado Peter quien, con su anunciada jubilación, se
ha convertido en una especie de espoleta humana; un personaje al que da vida, de forma
brillante, un majestuoso Christopher Walken, mientras que, al otro lado de la barrera, en el bando de
las rencillas y la mala leche, tres actorazos de mucho cuidado: Philip Seymour
Hoffman, Catherine Keener y el ucraniano Mark Ivanir, los dos primeros en la piel del matrimonio Gelbart (segundo violín y viola, respectivamente) y el tercero en la de Daniel, el engreído primer violín.
Un trabajo intimista que se muestra capaz de
emocionar sin recurrir a truculencias lacrimógenas y marcado por una escena
final, tan resolutiva como magistral, en donde la música se convierte en su
principal protagonista. No se la pierdan.
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