23.9.04

El melonar

Mediados de los ochenta. Cuando ya teníamos superadas las páginas centrales de El Papus y, ya casi en el olvido, las tetas de una aún apetecible Marisol -en la portada de Interviu-, redescubrimos el sexo a través de un personaje peculiar, un director de cine que inventó todo un estilo y que llegó a Barcelona gracias a la gente del extinto Circulo A, aquellos que en los 70 se atrevieron a programar, no sin riesgo, títulos como Lenny, Los Rompepelotas o Midnight Cowboy.

El Arte y Ensayo empezaba a ir de capa caída. Ya no vendía más que a cuatro tíos con barba y gafas de miope -con su ejemplar de Kilkegard bajo el brazo-, empecinados en ver, una y otra vez, las mismas películas de Carl Theodor Dreyer, como si después del danés se hubiese acabado el cine; verdaderas ratas de filmoteca, azuzados por las tragedias suecas y el neorrealismo italiano. Pues bien, el tenderete se estaba desmoronando y alguien, con más vista que un lince, para intentar remontar el negocio, decidió traer hasta nuestra casa al realizador más revolucionario y excéntrico del momento... Bueno, lo del momento es un decir, ya que el hombre se había iniciado en sus delirios pops y eróticos en los sesenta, pero la moral, las buenas costumbres y la sacrosanta censura de un país como el nuestro hicieron imposible que aterrizara antes entre nosotros. Y además llegó tarde, pues dejó de dirigir en 1979.

Se trataba de Russ Meyer. Un californiano que iba a la zaga del Fellini más felliniano (valga la redundancia) al explotar, al máximo, a una legión de pin-ups extremadamente particulares -alguna reciclada del cine porno- y cortadas, todas ellas, por un mismo patrón: maduritas aún atractivas, de desorbitadas ubres siliconadas y de culo proporcionado a sus partes superiores. Cada una de sus películas giraba alrededor de sus conejitas... y de sus melones. Todas eran iguales (las películas y las chicas), pero tenían un algo, un no-se-qué, que las hacía entrañables, divertidas, genuinas (a las películas y a las chicas).

No se esforzaba demasiado a la hora de bautizar sus productos: Vixens, Supervixens, Megavixens, Beneath the Valley of the Ultravixens... La mayoría las ambientaba en el campo, con campesinas ninfómanas macizorras perseguidas por un poli corrupto y follador que, al mismo tiempo, se lo montaba con todas las hembras del condado vecino. Poco variaban sus argumentos. Nazis, culturistas y empleados de gasolinera, de penes kilométricos, eran sus estándares masculinos; ellas, todas, de la primera a la última y fuera cual fuese su oficio, unas putas rematadas.

Nunca llegó a hacer porno, siempre estuvo al límite sin perder su particular sentido del humor. Su delirio cinematográfico era un cocktail explosivo, simplón, pero efectivo. Cojan una historia típica del thriller de la más pura serie Z, añádanle unas gotas de road-movie, un par o tres de cucharadas soperas de erotismo, unos gramos de sexo fuerte, una buena cantidad de explícitos primeros planos (braguetas hinchadas o pezones humedecidos, preferentemente) y, como remate, varios guiños -marca ACME- a los geniales cartoons de la Warner: ahí tiene una nueva película de Meyer.

Esta mañana, sobre las ocho y pico, un SMS de mi cuñado Absence me daba la mala noticia: "Russ Meyer is dead". El juego macabro acababa de confirmar, de nuevo, la marcha de uno de los nuestros, a los 82 años y en plena demencia senil. Con dos cojones. Con dos tetorras...
Faster, Pussycat! Kill! Kill! (1965)

1 comentario:

Anónimo dijo...

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