
O. Russell se acerca a los negocios que generan los cuadriláteros a través de una familia atípica y totalmente disfuncional, compuesta por una madre autoritaria y sus 11 hijos -nueve chicas y dos varones-, habidos de dos parejas distintas. Marcados por tal matriarcado, allí, en medio de tanta fémina, se sitúan Dicky Eklund y Micky Ward, los dos chicos. El primero, un cuarentón pillado por el crack y con un pasado a cuestas como pugilista, hostigado por su madre, pretende entrenar a su hermanastro para que éste consiga aquellos títulos que a él se le escaparon de las manos. El enfrentamiento familiar está cantado.

De hecho, la película se sustenta ante todo del magnetismo que desprende tal personaje, ya que el resto no es más que una (muy bien metida) acumulación de cuantos tópicos envuelven al género, empezando por una historia de superación personal y siguiendo con las archimanidas relaciones de familia, en donde los celos, el mal rollo y la redención final no podían faltar. Ya saben: la familia que boxea unida, se mantiene unida... El ring no solo está en el cuadrilátero; la vida golpea incluso más fuerte en tierra firme.
Al tratarse de un caso verídico, el realizador le ha otorgado a su narrativa y a su aspecto visual un suave toque a docudrama, una muy correcta opción que se ve potenciada debido a la presencia, en pantalla, de un teórico equipo de reporteros de la HBO que, cámara en mano, realizaron en su día un par de reportajes sobre la figura del eclipsado Dicky Eklund.
Boxeo, familia, negocios, drogadicción, delincuencia... Un poco de todo al servicio de un film que, a pesar de las pocas sorpresas que depara su metraje, hace gala una solidez intachable, tanto por la seriedad que ostenta un guión que rehuye cualquier truculencia narrativa como por sus brillantes interpretaciones. Y es que aparte de Bale, Mark Wahlberg, Melissa Leo y Amy Adams también están sencillamente perfectos.
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