WALL-E se estrenó la semana pasada y, con él, ha llegado la madurez definitiva de la Pixar y, ante todo, la de su realizador y guionista, Andrew Stanton, un hombre que, entre otras delicatessens, nos obsequió hace un tiempo con la estimulante Buscando a Nemo. En su nuevo trabajo, sin abandonar a sus seguidores más pequeños, ha enfocado una buena parte de su contenido a un público más adulto.
La Tierra se ha convertido en un planeta inhóspito. El calentamiento global y otros factores determinantes han terminado con la posibilidad de vida humana en el planeta. Allí, en medio de un paisaje lleno de escombros y un poco como le ocurría al Will Smith de Soy Leyenda, reside y trabaja el pequeño WALL-E. Él es el único superviviente de una generación de robots creados para seleccionar y separar toda la mierda apelotonada sobre el globo terráqueo. Habita entre hierros oxidados y pequeños recuerdos materiales, los cuales ha ido coleccionando durante su labor como basurero, y sólo sabe de la existencia del hombre gracias a un viejo y deteriorado VHS de Hello, Dolly!.
La excelente banda sonora de Thomas Newman suple a la perfección, durante la primera parte, su falta de diálogos; una carencia consciente y magistral, al estilo de los primerizos cartoons. La conjunción de ese único androide con la música de Newman como apoyo fundamental, se convierte en el gran testimonio de la soledad en la que se ve inmerso el amigo WALL-E. El divertido e ingenioso modo de mostrar la relación de éste con los variopintos objetos que guarda en sus estanterías, es la mejor opción para definir la personalidad de una máquina programada que, en su aislamiento involuntario, sufre de un mal que se podría definir como anemia de cariño.
No entraré en más detalles sobre la vida y actos de WALL-E. Tan sólo les avanzaré que, con la llegada de una inesperada nave espacial a los dominios del autómata, éste deberá enfrentarse a sensaciones que nunca antes había conocido.
Un equilibrado canto ecológico y un controlado y nada abusivo desfile de guiños cinéfilos a clásicos de la sci-fi, acaban de perfilar uno de los productos más esperados y redondos de la temporada veraniega. La Pixar no deja de sorprenderme. El año pasado fue con la excelente Ratatouille, ahora con WALL-E. Espero con ansiedad la próxima propuesta de estos magos de la imagen digital quienes, con este film, se han colocado ellos solitos el listón muy alto. Y es que, la verdad, cuesta muchísimo dar con un personaje tan sensible, inocente, tierno y entrañable como el de este basurero metálico.
Kung Fu Panda es otro tipo de historia, pero no por ello despreciable, sino todo lo contrario. Dirigida principalmente al público infantil y dotada de un derroche de imaginación y sentido del humor envidiables, la película ha sido planteada por Dreamworks y realizada, al alimón, por Mark Osborne y John Stevenson.
En ella se narran las peripecias que vivirá el orondo Po, un oso panda bonachón y torpe, al planteársele la posibilidad de convertirse en todo un heroico maestro del kung fu, el sueño dorado que siempre había colocado por encima de los intereses más materialistas de su surrealista padre, un pato empeñado en que su hijo compartiera con él idéntica pasión por la cocina y el arte de los fideos chinos.
Un producto fresco y para toda la familia que, sin lugar a dudas, hará las delicias de los amantes del cine de artes marciales; un cine que tuvo su mayor eclosión a principios de los 70. Kung Fu Panda, en este aspecto, es un gigantesco homenaje humorístico a un género y a un estilo de ver y entender el Séptimo Arte que parece haberse desvanecido.
Una pequeña aldea china, situada en pleno Valle de la Paz y dominada, desde lo alto de un monte, por un templo en el que cohabitan cinco luchadores legendarios y su peculiar maestro, es el escenario ideal para transportar al espectador hasta el mismo ambiente en el que transcurrían algunos de los más populares (y ya añejos) títulos del género en cuestión. Todo ello muy satírico y, al mismo tiempo, altamente respetuoso. Es por ello que adquiere una relevancia especial esa filosofía oriental que, construida a golpe de frases y refranes rimbombantes, adornaba los argumentos de esas viejas cintas.
De La Furia del Tigre Amarillo a la pedantilla Tigre y Dragón (con un algo de Kárate Kid de propina), pasando por un fabuloso guiño, en forma de pluma, al polémico bolígrafo de El Silencio de los Corderos y terminando con un repaso, a modo de múltiples personajes, a los animales que conforman el calendario chino. Y allí, en primer plano, dominando todo el cotarro, el buenazo de Po, ese oso ensoñador que protagoniza la cinta, otra carismática y tierna figura más a añadir al fantástico mundo de la animación.
Ténganlo en cuenta, a él y, ante todo, a esa extraña relación de amor y odio que mantiene con las largas, empinadas e interminables escalinatas que conducen del valle al templo. Súbanlas ustedes también y disfrútenlas (o súfranlas) como si fueran el mismísmo Po.
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