Los hermanos MacManus son irlandeses de pura cepa, aunque han nacido y crecido en Boston. Son tal para cual. El grado de entendimiento entre ambos es único, casi telepático. Sólo les molesta una cosa: el alto grado de degradación que se cuece en las calles de su ciudad. La mafia rusa campa a sus aires y lo peor que les podría pasar a sus integrantes es cruzarse accidentalmente en el camino de los MacManus, pues ellos son Los Elegidos.
Religiosos, de misa diaria y, al igual que Charles Bronson en El Justiciero de la Ciudad, creen en la erradicación de la violencia usando la propia violencia. Connor y Murphy MacManus, los ángeles bostonianos, los Ángeles Exterminadores. Y, siguiéndoles la pista, un peculiar agente del FBI; inteligente, sagaz, homosexual (aunque al mismo tiempo homófobo) y raro... muy raro.
Y detrás de esa premisa, Troy Duffy, su director y guionista. Todo un farsante: falsificador y copión Originalidad casi nula. Justo un año antes de Los Elegidos, y desde Gran Bretaña, Guy Ritchie nos sorprendía con un film insólito y muy fresco, Lock & Stock. Y el espabilado Duffy decidió utilizar el mismo patrón que Ritchie: personajes desquiciados y en extremo caricaturizados, un vibrante ritmo narrativo, mucha violencia y, ante todo, el uso de diversos cambios narrativos en el tiempo para plasmar su historia. Pero lo que a uno le funcionó perfectamente, al otro se le escapó de las manos.
Mientras Lock & Stock se mostraba como un film sincero, innovador (aunque deudor de la herencia Tarantino) y muy coñón, Los Elegidos se me antoja un trabajo truculento, falso e ideológicamente resbaladizo. La Ley del Talión es poco ante las resoluciones tomadas por los MacManus, así como igualmente peligrosa resulta la tolerancia demostrada ante éstos por el estrafalario hombre del FBI (un desmesurado y cargante Willem Dafoe).
El tono satírico que pretende mantener durante todo su metraje es básico y chabacano. En este aspecto, utiliza todos los tópicos habidos y por haber en la comedia más barata, aquella que siempre se encuentra en la última estantería del video-club más tirado del barrio. No falta siquiera el típico bufón de cualquier película de tres al cuarto: el personaje del amigo italiano, bravucón y un tanto descerebrado; el mequetrefe de turno que se lleva las bofetadas más grandes (¿recuerdan a Arenas y Cal?) y se deja embaucar con cualquier idiotez. El Gracioso es su apodo. Lógico.
De guión hay muy poco, por no decir que es inexistente. Todo se basa en ir hacia delante y atrás en la historia. Y entre avances y retrocesos, muchos tiroteos y un exceso de sangre. Tortazos, caídas, y más balazos. La violencia gratuita, así, sin más, por el morro. ¿Es la elección de las plateas? Puede ser. Pero ya no mola. Cansa, aburre e indigna. Al menos a mí. Demasiadas burradas acumuladas una tras otra y muy poco argumento. Y, por si fuera poco, la sosería innata de Sean Patrick Flanery y Norman Reedus, los dos angelitos justicieros.
Y al final, el milagro. El tal Troy Duffy acaba demostrando un mínimo de inspiración y, bajo la batuta del desmelenado Dafoe, orquesta una escena maravillosa, digna de figurar en las antologías cinematográficas y en la que se reproduce, en la mente desorbitada y frenética del agente del FBI, un cruento asesinato múltiple. Para tener en cuenta. Sencillamente genial.
De todos modos, una única escena no sirve para salvar una película. Se trata tan sólo de un breve y brillante destello de cine (en puro estado) en medio de un oasis apayasado y de ideología ambigua. Religión y muerte. Venganza y aniquilación. La fumigación de la escoria como solución a los problemas de la sociedad actual. Los viejos vengadores de Bronson puestos al día a través de una estética más actual. Los mismos perros con diferentes collares.
Al fín y al cabo Scorsese, en la excelente Taxi Driver, nos dijo lo mismo que Los Elegidos. Sin tanto circo visual y sin ese toque fascistoide y religioso tan molesto.
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