25.1.06

Cuestión de nalgas

El sábado por la tarde andaba yo por casa un tanto desesperado. Tenía el ordenador desnudo sobre la mesa, con las tripas al aire y mostrándome todas sus intimidades. No acababa de decidirme a hurgar en la placa madre para usurparle la pila. Cada vez que pretendía empezar la faena (digna de un cirujano experto), se me aparecía la imagen de Sigourney Weaver luchando a brazo partido con la madre de todos los Aliens. Y, como es lógico, ante tan violenta y terrorífica imagen, decidí aparcar hasta el domingo la operación de extracción y posterior puesta al día del PC.

Con la intención de alejarme un poco de ese infierno informático, decidí perder mi tiempo en algo mucho más productivo. O sea, arriesgar mi salud mental y visionar algo atípico e innovador, capaz de romper moldes a todos los niveles. Y, ante mí, en formato DVD, tenía ese algo que, en su día, podría haber revolucionado el mundo del cine e incluso el de la encriptación de mensajes, siempre y cuando le hubieran llegado a prestar un poco más de atención. Se trataba de un spaghetti-western, El Kárate, el Colt y el Impostor. El típico producto al uso de los 70 (destinado a cines de barrio de doble sesión), pero con alguna que otra variación, pues en este caso se trata de un crossover entre el western y el cine oriental de karatekas. Bruce Lee había dado el pistoletazo de salida al género para popularizarlo y, con la inserción de unas cuantas hostias marciales en medio de la aridez del oeste americano, le daría un poco más de empaque al producto filmado en Almería. Mugre en estado bruto, coproducida por Italia, España, Estados Unidos y Hong Kong.

Lieh Loh es el chino cantonés protagonista, un tipo bajito y con melenita de lolailo que, emulando al maestro Lee, fue el encargado de repartir todo tipo de tortazos y patadas a los malvados de turno. Éste tenía muy pocas líneas de diálogo en su haber, pero era de lo más espectacular dando tremendos meneos a cuantos se cruzaban en su camino. Y como comparsa del amarillo aguerrido y peleón, se encontraba uno de los clásicos en el género: el legendario Lee Van Cleef, el cual repetía su eterno papel de ladronzuelo solitario, granujilla y simpaticote.

Su argumento es delirante. Muy delirante. Y básico. El Cleeff (para los amigos Clif) es Dakota, un tipo que pretende robar la incalculable fortuna de un chino propietario de un banco. Tras conseguir penetrar en el edificio y ver morir de un susto al potentado banquero oriental (afectado por la explosión de una de sus cajas fuertes), descubrirá que lo único que éste poseía era una sucesión de cuatro fotografías en las cuales, un número similar de tentadoras señoritas, lucían sus nalgas al aire.

Pillado in fraganti ante tan exótico tesoro, Dakota será acusado de la muerte del mandarín y condenado a la horca. Ho Chiang, un sobrino del difunto, recién llegado directamente de la China, salvará su vida y, uniendo sus fuerzas, intentarán dar con la escondida riqueza de su finado pariente. La clave para ello se esconde en los culos de las cuatro fulanas retratadas. Un tatuaje diferente en cada uno de los traseros, con una inscripción en cantonés, amaga la solución al enigma, con lo que nuestros héroes, en perfecta armonía, iniciarán la búsqueda de las mujeres marcadas.

Una americana, una rusa, una italiana y una china son las fermosas damiselas que acabarán mostrando sus nalgas a Ho, a Dakota y al espectador. Con ello, el toque cutre-erótico del momento ya estaba servido. Y más teniendo en cuenta que las posaderas de la rusa pertenecían a la mismísima Patty Shepard, una de las musas sexuales de muchos de los calentorros sueños de adolescencia de una generación muy concreta. Y, siguiendo a nuestros protagonistas, muy de cerca, un predicador sanguinario que, vestido de negro (el atuendo típico de los más ignominiosos), pretende adelantárseles en el descubrimiento del tesoro.

El Kárate, El Colt y el Impostor acumula despropósitos uno detrás del otro. Psicodelia pura. Surrealismo de barriada. Basura en estado de putrefacción. Una mezcolanza en la que las artes marciales (metidas a presión sin venir a cuento), los tiroteos y el erotismo, se amontonan sin orden ni concierto. Una road movie sin coche, con caballos y cuatros culos pizpiretos. ¿Un western con chinos o una chinada con cowboys? Karateka’s Mountain.

Y es que la grandeza del cine, incluso cuando se trata de algo tan patético como este título, se encuentra en la magnificencia y el desparpajo de atreverse a rodar una película sin guión alguno, apoyándose tan sólo en unos cuantos chistes baratos y un sinfín de sopapos. Ese era un arte que dominaba como nadie Antonio Margheritti, un romano que, escondido bajo el apodo más magnificente de Anthony M. Dawson, filmó una cincuentena larga de engendros similares. Un personaje que, indudablemente, hacía churros en lugar de películas. En el 2002 nos abandonó. Se fue con los churros a otra parte.

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