La otra tarde tuve una grata sorpresa al ver Bajo el Sol de la Toscana. No es un film redondo, ni mucho menos, pero resulta sensible, gracioso y con un toque fantástico y un tanto surrealista que le otorga una personalidad especial. Y, por si fuera poco, cuenta como protagonista central con la cada vez más espléndida Diane Lane; una mujer que, en su madurez, ha ganado en belleza, estilo y elegancia. Y, por supuesto, en interpretación, ya que ella es el eje sobre el que giran el resto de personajes de esta cinta, dirigida con profesionalidad por Audrey Wells, la que fuera guionista de la divertida La Verdad Sobre Perros y Gatos.
Una escritora y crítica literaria, tras divorciarse de su marido al descubrir que éste llevaba años engañándola con otra, decide dejar la ciudad de San Francisco y aceptar -de una amiga- un billete de avión para viajar hasta un idílico paraje de la vieja Italia. El único problema es que se trata de un tour especial, destinado en exclusiva al colectivo gay. Sin más, éste es el punto de partida de Bajo el Sol de la Toscana.
Tras el mismo se atisba, con facilidad, que se trata un producto típico y tópico. Su historia es sencilla y no esconde sorpresas, aunque lo que de verdad atrae se encuentra (aparte de en sus chispeantes diálogos y situaciones) en la particular manera en que está narrada. Juega con los géneros y estilos cinematográficos y los mezcla con desenvoltura. No rompe esquemas establecidos; al contrario, recurre a ellos en todo momento. Tampoco es un título original, pero sabe manejar con acierto y un punto de clasicismo la manera de exponer sus intenciones.
Su introducción apela al universo hermético y cerrado de Woody Allen (una gran ciudad, personajes snobs y elitistas, gente acomodada y con problemas de pareja). Cambia el Nueva York de éste por San Francisco y, al mismo tiempo, le da una visión mucho más femenina (que no feminista) a la trama. Después, una vez instalada Diane Lane en la Toscana, opta por olvidar a Allen al decantarse por un tono casi onírico y plagado de toques surrealistas. Una especie de fábula sentimental y romántica, con príncipe azul incluido, que sigue la fórmula de otros dos films similares y rodados en Europa, Chocolat y Por Amor a Rosana.
La película habla del temor a cambiar de vida y romper definitivamente con el pasado. Tiene su pincelada tierna e íntima, sobre todo en la magnífica utilización de la voz en off de su protagonista. Y ello lo hace desde el terreno de la comedia, sin extralimitarse en absoluto. Con la presencia de la figura interpretada por Lindsay Duncan, una mujer madura y fantasmal (un claro guiño a la Anita Ekberg de La Dolce Vita), homenajea a Fellini; sólo le falta la Fontana de Trevi. Y con el preciso y precioso personaje al que da vida Diane Lane, consigue que todos nos enamoremos de ella: tanto hombres como mujeres.
De todos modos, es una lástima que un film sin pretensiones, tan agradable y simpático como éste, caiga en su parte final en ese tonillo dulzón y empalagoso al que, por desgracia, nos quieren acostumbrar desde el cine norteamericano. Pero tan sólo resbala un poco durante esa parte del metraje pues, en general, se trata de un título que aprueba con nota alta y mucha dignidad. Y, aunque tan sólo sea para disfrutar con la presencia y el trabajo de la Lane, vale la pena darle un vistazo. A veces, la humildad y sencillez son aspectos que se agradecen mucho como espectador.
Eso sí; no se lleven a engaño: no es un film en absoluto apto para gente con espíritu friki y amantes del gore. Ideal para aquellos que aún crean en hadas madrinas.
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