John Ford, en 1934, se adentró en los parámetros del melodrama psicológico gracias a La Patrulla Perdida, una original y tensa historia bélica que transcurría en plena Primera Guerra Mundial y que, al mismo tiempo, dejaría marcadas muchas de las constantes de su producción posterior. El marco geográfico protagonista es el exótico desierto de Mesopotamia, lugar en el que los integrantes de una patrulla del ejército británico, tras ver morir de un balazo enemigo a uno de sus oficiales, perderán el rumbo hasta acabar totalmente perdidos en medio del extenso y seco arenal. Una casa en ruinas y una vieja iglesia, situadas al lado de un frondoso oasis, servirán de refugio para los hombres que componen la partida. El acoso del enemigo no se hará esperar.
El planteamiento de Ford es atractivo y nunca visto en esa época. Pero los años no han pasado en balde. Es por ello que la cinta, vista hoy en día, puede parecer demasiado desfasada. La mayor parte de sus actores, procedentes del cine mudo, aún no se habían adaptado al sonoro con lo cual, sus interpretaciones, resultan exageradamente teatrales y casi mímicas. En este aspecto, se ha convertido en un film un tanto rancio y desfasado. Boris Karloff, por ejemplo, es quien más se resiente con su histriónica interpretación, pues el llamado por muchos el hombre de las mil caras hace gala, de manera involuntaria, de su mote pues en cada uno de los planos en los que aparece demuestra que dominaba, como nadie, las muecas de terror y pánico, aunque fuera tan forzado y falso en sus ademanes y posturas que con ellos rompiera cualquier atisbo de realidad en su personaje.
Una pena, pues tras La Patrulla Perdida se encuentran un sinfín de ideas magníficas, casi magistrales, empezando por el poder de síntesis del realizador, ya que la cinta no traspasa los 75 minutos de metraje. Fue la primera en convertir al cruel enemigo en un grupo de personajes invisibles; verdaderos fantasmas de carne y hueso dispuestos a acabar con su presa. Con esa figura volátil y desconocida (tanto para el espectador como para sus protagonistas) plasmó en imágenes, de manera cruda y sin concesiones, el proceso desgarrador que, debido al terror a lo desconocido, puede acabar acercando al ser humano a la locura.
A lo largo de toda su carrera John Ford fue acusado, de manera bastante injusta, de mostrarse excesivamente militaristas en la mayoría de sus películas. En contra de esas acusaciones, en esta cinta en concreto, volcó su personal discurso sobre la absurdidad de las guerras, al tiempo que denunciaba lo cazurros que, en determinados momentos, pueden resultar algunos militares de alta graduación en momentos de crispación. Precisamente por culpa de uno de ellos y de la ineptitud profesional demostrada por éste, el batallón del título acaba perdido y al amparo del enemigo.
Nueve años más tarde, Tay Garnett (uno de los artesanos menos reconocidos de Hollywood), contando con la figura de Robert Taylor, incidió en el tema con la película Bataan. Se trasladó a la Segunda Guerra Mundial y enclavó a un pequeño destacamento de soldados norteamericanos en la espesura de la selva filipina. El mensaje era el mismo. aunque en el caso de Garnett, cambió el desierto por el bosque y, al contrario que Ford, se decantó más (erróneamente) por la ensalzación militarista. El enemigo seguía siendo invisible pero, en general, resultó un film mucho más fresco y dinámico que el del realizador de La Diligencia, aunque sin la originalidad del de éste. De algo han de servir los referentes. Y más si éstos son debidos a un maestro.
Años más tarde, John Ford iría superándose así mismo de manera asombrosa, convirtiéndose en uno de los directores más reputados (y también discutido por ciertos sectores) de la historia del cine.
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