Marcelo Piñeyro, el realizador de la emotiva Kamchatka, ha sido el responsable de llevar a la pantalla grande la obra teatral de Jordi Galcerán, El Método Grönholm, con el título más abreviado de El Método.
Jamás llegué a ver la obra de Galcerán, con lo cual, a pesar de tener excelentes referencias sobre la misma, no puedo entrar en la polémica creada en los últimos días a raíz del estreno del film. Según el escritor teatral, el guión cinematográfico, confeccionado por el propio Piñeyro y Mateo Gil, se aleja totalmente de las intenciones del libreto original. Por lo que parece, sólo coge la idea principal y, a partir, de ahí navega a su libre albredío. Las quejas de Jordi Galcerán pueden ser ciertas pero, tal y como decía el desaparecido Manuel Vázquez Montalbán, desde el momento en que alguien vende los derechos de su obra ha de aceptar plenamente los cambios que su nuevo propietario pueda hacer sobre ella. Y la verdad es que el padre de Pepe Carvalho nunca llegó a despotricar de la irregularidad de la mayor parte de las adaptaciones cinematográficas y televisivas que sufrieron sus textos.
Centrándome ya en el film -y aparcando a un lado la controversia-, no se puede negar que éste está cargado de buenas intenciones. El Método carga, con bastante mala leche, contra los nuevos sistemas de selección de personal en muchas de las empresas actuales. Para ello reúne, en torno a una mesa, a siete personajes (dos mujeres y cinco hombres) dispuestos a conseguir –al precio que sea- una sola y codiciada plaza para un puesto de relevancia dentro de una sofisticada entidad. A estos se les someterá a varias pruebas, todas ellas de un nivel ciertamente cínico y peligroso para la salud mental, que los irá eliminando, de manera sistemática, uno a uno. La cuestión es que gane el más perverso; el que tenga menos escrúpulos.
El Método posse una primera hora brutal, prometedora, magnética, capaz de atrapar al espectador en una trama malvada en la que el juego sucio, el engaño y la mentira son las únicas fichas que se moverán sobre el tapete. Maquiavelo, en lugar de Grönholm, podría haber sido el ideólogo de tan siniestro método. Siete hombres sin piedad. El sálvese quién pueda está a la orden del día. La astucia y el desmontar al rival cobran una relevancia importante. Y los más débiles, a medida que vayan cayendo, tendrán que ir abandonando la nave, aunque sin un puto salvavidas al que agarrarse.
Pero la película de Piñeyro se queda aquí, en su primera hora. De golpe y porrazo, toda esa estructura perfectamente montada, tanto de guión como interpretativa, se hace añicos. La credibilidad que ofrecía hasta ese instante desaparece por completo. Esas cartas, tan bien barajadas y meticulosamente expuestas en su apartado inicial, se desmoronan como un castillo de naipes. Una situación demasiado exagerada (y absurda) acaba con la aparente seriedad. Un descanso en el juego, una visita al lavabo y una paja a destiempo son algunos de los fallidos y forzados ingredientes que se encargan de acabar con el buen ritmo de la propuesta.
A partir de ese punto todo puede ocurrir. El Método empieza a zozobrar y ciertos actores, como en el caso de Ernesto Alterio y Eduard Fernández, pierden el norte y apuestan por sobreactuar sin pudor alguno. Por su parte, el soseras del Noriega aprovecha para seguir demostrando que él hace muchos años que lo perdió, aunque por suerte, gente de la entidad de Carmelo Gómez, Adriana Ozores o de una espléndida Najwa Nimri no se olvidan de su profesionalidad en momento alguno, a pesar de que para ello tengan que sujetarse bien fuerte a una tabla para no hundirse con el naufragio general. Pero quien de verdad se salva totalmente de toda la acumulación de despropósitos es el argentino Pablo Echarri, uno de los protagonistas de Plata Quemada, otro de los títulos del realizador.
Y les puedo asegurar que es una lástima que un producto como El Método, con una carga ideológica y crítica destacable, acabe despeñándose por culpa de un cambio de ritmo y de estilo tan brusco. Una pena, de verdad.
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