35 años más tarde, con The Mechanic, Simon West recupera la misma historia con la finalidad de modernizarla. Jasón Stratham -el héroe de acción por excelencia del género en los últimos años- se pone en la piel de asesino al que diera vida Charles Bronson, mientras que el rol de su joven protegido recae en un intachable Ben Foster quien, con su perfecta creación, termina por comerse (literalmente hablando) a su compañero.
Por el camino, la película pierde esa malicia enfermiza de la que hacía gala la del 76, mientras que el metódico y sobresaliente inicio de ésta se transmuta en una corta escena a modo y manera de las aventuras que abren los films de la serie James Bond. De hecho, con tal entrada, Simon West deja claro al espectador que su apuesta estriba en sustituir el lado más oscuro del original por algo más superfluo y banal, aunque decantándose por potenciar un tipo de filmación enérgica y endiablada mucho más acorde con el cine de acción actual.
Lo que podría haber resultado un verdadero pastiche, se convierte en un trabajo trepidante y narrado con garra. Un entretenimiento sin más, de aquellos que no dejan respiro al espectador. Vacío, pero resultón. La historia está bien perfilada pero, en el fondo, es lo que menos importa en una cinta de estas características: viene a ser la misma de la de Winner, aunque sin los matices morbosos que la hacían interesante. Lo que ahora priva es no aburrir y enganchar a las plateas a través de un imparable remolino de acción y violencia. Y en este aspecto, Simon West lo consigue con nota alta: respeta, a su manera, el hilo argumental del film protagonizado por Bronson, lima eróneamente esas "asperezas" que ahora algunos tacharían de políticamente incorrectas, le imprime mucho nervio y le otorga un look visual y narrativo a la cosa totalmente actual.
Un film de consumo inmediato, del de aquí te pillo aquí te mato, de dieta baja en calorías. No satisface al cien por cien, pero tampoco se indigesta. De propina, aunque de forma fugaz, hasta sale Donald Shuterland. Y ese hombre siempre compensa.
Lástima de esa chicha enfermiza que se ha volatizado durante el traspaso.
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