Con la muerte ayer, a los 80 años de edad, de Amparo
Soler Leal, perdemos una parte de nuestro patrimonio nacional. La gran familia
del cine y el teatro español se ha quedado sin una parte indispensable de su retrato de familia; de esa familia y uno más cuyos miembros irían todos a la cárcel si dependiera
del gobierno actual, el fascista, la beata y su hija desvirgada, gente sin
escrúpulos muy dada a jugar a eso de “vamos a contar mentiras”.
Alegando que las bicicletas son para el verano, un
mes de agosto se montó en una de ellas para realizar la ruta París Tombuctú en
compañía de la adúltera de mi hija Hildegart y de sus fieles sirvientes.
Después, decidieron perderse en el bosque del lobo y dar caza a una vaquilla de
tamaño natural, en medio de una becerrada, con una escopeta nacional.
Los nuevos españoles decían de ella que emanaba el discreto encanto de la burguesía, mientras que las que tienen que servir
aseguraban que, tras haber sido testigo del crimen de Cuenca, dormía con un diablo bajo la almohada al tiempo que le rezaba a Gary Cooper, que estás en los cielos.
Según confidencias de un marido, fue el amor del capitán Brando y de un tipo, con cara de acelga, que atendía por Plácido, con el que
vivió durante una larga temporada en un estudio amueblado 2.P. de Casa Flora,
una pensión regentada por una mujer prohibida que hacía llamarse Marianela.
A pesar de que la vida es magnífica, nosotros que fuimos tan felices, en dos días hemos visto partir a Manolo Escobar y a la gran
Amparo Soler Leal. ¿Qué he hecho yo para merecer esto?
Descanse en paz.
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