Aparte de algunos incidentes técnicos durante la mañana con las
proyecciones del Auditorio, la jornada del miércoles 16 de
octubre, en el aspecto cinematográfico, funcionó de modo más o menos correcto. Vaya, que
no fue uno de los peores días.
Ari Folman, el aclamado realizador israelita de la sobrevalorada Vals con Bashir, presentó The Congress, una fábula de ciencia-ficción que navega
entre la imagen real y la animación y que se hizo con el premio de la crítica.
En ella se plantea la posibilidad de escanear el cuerpo de los actores para,
una vez conseguida una copia de ellos, utilizarlos en películas de la forma que
le apetezca a la productora propietaria de los derechos. Un supuesto que, de
entrada, le da muchas posibilidades al film de Folman, y más cuando el conejito
de indias elegido es una dama tan tentadora como Robin Wright interpretándose a
sí misma. Un inicio prometedor, lleno de diálogos ingeniosos y en donde, aparte
de disfrutar con la memorable interpretación de la susodicha, tenemos también
la magnética presencia de dos tipos tan solventes como Harvey Keitel (en el rol del
representante de la actriz) y Danny Huston, dando vida este último al cínico dueño de los
estudios cinematográficos con los que se tendrá que negociar el posible
contrato.
La primera media hora es hipnótica y milimetrada en
todos los aspectos. El problema empieza cuando deja a un lado la imagen real y
entra de lleno en el apartado de animación. Allí, a pesar de la curiosa estética vintage
de sus dibujos, a Folman empieza a escapársele la bola y a perder la atención que
había conseguido del público hasta ese momento. Su tratamiento futurista poco
acertado, mezclado con cierto halo lacrimógeno y tristón, rompe totalmente con el
magnético enfoque inicial de la cinta. La propuesta, a partir de entonces, se
convierte en algo aburrido y reiterativo, por mucho que regrese a la imagen real en varias ocasiones. Por momentos, hasta da la impresión de que busca descaradamente la
lágrima fácil del espectador quedando, finalmente y en su apreciación global,
como un trabajo irregular cuyos principales alicientes se encuentran en la
estimable presencia de una insuperable Robin Wright y en la distracción que supone
para el espectador ir descubriendo, entre sus dibujos, caricaturas de
personajes famosos del mundo de la cultura, el espectáculo, la política y la historia.
La mañana siguió con Open Grave, una cinta de
producción norteamericana y dirigida por el madrileño Gonzalo López-Gallego, el
mismo que dirigiera la trepidante El Rey de la Montaña. En ella, un hombre
despierta en medio de numerosos cadáveres en lo más profundo de una tumba
abierta en pleno bosque. No recuerda nada de lo sucedido antes de ir a parar a
tan macabro rincón. Ni siquiera sus rescatadores, un pequeño grupo de
personajes igualmente amnésicos, saben qué narices les ha pasado. A partir de
este punto, el rompecabezas se irá construyendo poco a poco. López-Gallego sabe
imprimirle un ritmo bastante frenético a la historia, pero todo lo que expone
resulta de lo más previsible. De hecho, su habilidad a la hora de colocar y
manejar la cámara se ve totalmente descompensada por su pobre guión (no muy bien
escrito y mal explicado en muchos pasajes) y, ante todo, por un cuadro de
actores en nada tentadores.
Europa Report, película norteamericana del ecuatoriano Sebastián Cordero, vuelve a utilizar la técnica del found footage para contar los problemas vividos por los integrantes de una nave espacial durante una expedición a una de las lunas de Júpiter. De hecho, se trata de la reconstrucción de lo sucedido en el interior de la nave valiéndose, en teoría, del montaje de todas las imágenes captadas por las cámaras de la misma. A pesar de resultar truculenta en ciertos aspectos (empezando por la inserción de una entrevista documental en concreto), la cinta tiene su gancho. Su progresión melodramática es excelente, así como el suspense y dureza emotiva con la que trata algunas de sus escenas (como, por ejemplo, la pérdida del primer integrante del equipo). Tensa, claustrofóbica y totalmente capaz de contagiar la angustia de sus astronautas protagonistas al espectador. Un producto sencillo pero efectivo.
Con Cheap Thrills llegó la que, para mí, ha sido la
mejor película del Sitges 2013 y que supone el debut en la dirección del
neoyorquino E.L. Katz. La historia que plantea obtiene una especial relevancia
en tiempos de crisis como los que estamos sufriendo. En ella, un hombre casado
y con un hijo pequeño, a punto de ver embargada su casa y tras perder su empleo,
durante una noche de copas en compañía de un amigo un tanto crápula, se dejará
llevar por una extraña pareja de lo más snob y perversa que les propondrán un
juego de lo más retorcido capaz de reportarles una buena cantidad de dinero en
metálico. Todo por la pasta. La mala leche que rezuma la propuesta es
ciertamente supina. Dura, contundente, vibrante, tensa, sorprendente y plagada
de diálogos y momentos ingeniosos. Bañada de un arrebatado humor negro y
apoyada por unas magníficas interpretaciones, da a pensar que, tras el tal
Katz, se esconde un realizador capaz de ofrecernos pequeñas joyas en un futuro
no muy lejano. Rotunda y mordaz. Repito: de lo mejorcito del certamen.
La jornada termino con Mala, una producción
argentina que, tal y como indica su título, es una mala película. Firmada por el
argentino Israel Adrián Caetano, nos traslada al mundo violento de Rosario, una
asesina profesional que sólo acepta encargos en los que la víctima sea un
maltratador de mujeres. Su primera escena, aparte de trepidante y violenta, parece
prometer mucho, pero luego la cosa deriva hacia derroteros minimalistas y
aburridos, aparte de estar pésimamente explicada. La alucinada elección de cuatro
actrices distintas para dar vida a la sicaria protagonista, aparte de ilógica,
denota que su director va de AUTOR en mayúsculas, embarcándose en una narrativa
falsamente rocambolesca y de lo más pretencioso, cuando en realidad, por su
pobre puesta en escena y caótica realización, se trata de un film zetoso
disfrazado de cine gafapastoso. Una paja mental que queda totalmente reflejada
en la interminable masturbación de una de las Rosarios ante un espejo doble.
Para mear y no echar gota.
En menos que canta un gallo, la séptima jornada.
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