Con War Horse, Steven Spielberg ha urdido un homenaje al cine clásico de aventuras y, en concreto, a la estética del John Ford más irlandés. De hecho, en su prólogo y debido al tratamiento del color y a la manera de retratar los paisajes y a sus personajes, resulta imposible no pensar en un título como El Hombre Tranquilo. Las intenciones son buenas, pero la película se queda a medio gas en todos los sentidos, al tiempo que la épica del cine al que rinde tributo brilla por su ausencia, dejando paso a esa temible vertiente ñoña y simplona con la que a veces resuelve algunos de sus productos.
War Horse se centra en la relación de amistad nacida entre el joven Albert y su caballo Joey; relación que se verá truncada cuando su padre venda al animal al ejército británico para que luche en el frente francés tras el estallido de la Primera Guerra Mundial. La separación de Albert y su caballo convertirá al film en una sucesión de historias fragmentadas en las que se irá mostrando al espectador los periplos sufridos por el equino y la búsqueda que de éste iniciará el muchacho, alistándose incluso para combatir en los campos de batalla de Francia.
Una única escena, en la cual las aspas de un molino de viento cobran un protagonismo especial, da fe de la grandeza y sabiduría de un maestro como Spielberg. Un momento único que por si mismo pasará a formar parte de la antología del cine y que, por su dureza y original tratamiento, rompe con la endeblez y el irregular tono del resto de su metraje, el cual transcurre entre pasajes ridículos y en exceso forzados (la salvación del caballo enredado en una alambrada) y otros en donde la ñoñería lacrimógena se apodera de la pantalla, tal y como sucede en su recta final.
Es innegable que, técnicamente hablando, el realizador está imponente. Mueve la cámara como nadie y se saca de la manga secuencias filmadas con una elegancia indiscutible, como la carrera del caballo saltando de trinchera en trinchera o ese guiño (un tanto innecesario) a la Tara de Lo Que El Viento Se Llevó con la silueta de la madre de Albert recortada en un cielo rojizo. Otra cosa es su deslavazado guión que, aparte de abarcar demasiados temas sin profundizar en casi ninguno y a pesar de los distintos episodios propuestos, no acaba de arrancar nunca.
Steven Spielberg es Steven Spielberg. Y punto. Con sus defectos (pocos) y virtudes (que son muchas) a cuestas. Lo que no puede pretender, como sucede en esta ocasión, es convertirse en el sucesor actual de John Ford. ¿Delirios de grandeza? A saber.
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