Viernes 14 de octubre, penúltimo día de Festival. A primera hora de la mañana, el Auditorio abrió sus puertas a Juan de los Muertos, una coproducción hispano-cubana que plantea un holocausto zombi en La Habana; holocausto que las autoridades pretenden enmascarar como de disturbios provocados por disidentes pagados por los Estados Unidos. Se trata de una comedia simpática y sin muchas pretensiones en la que el tal Juan, un tipo sin oficio ni beneficio, decide montar un negocio lucrativo tras descubrir que machacándoles el cerebro a los muertos vivientes puede acabar con ellos, por lo cual organiza su propia agencia bajo el lema de “matamos a sus seres queridos”. Crítica con la Cuba contemporánea, juega a un satírico paralelismo entre la desengañada sociedad actual de La Habana y el estado catatónico con el que deambulan los zombis por las calles de la ciudad; un chiste este que funciona a la perfección en su parte inicial pero que, por reiterativo, acaba incluso cansando, al igual que le sucede a la película en su última media hora, en la que demuestra haber agotado todos los recursos para mantener al espectador enganchado a su propuesta. Dirige el argentino Alejandro Brugués quien, en el fondo, le debe de estar totalmente agradecido por su brillante trabajo a Alexis Díaz de Villegas, el actor cubano que da vida al citado Juan a través de una interpretación eléctrica que termina cautivando a la platea. Risas, crítica socio-política y un toquecito gore para empezar la jornada a buen ritmo. Lástima de esa pérdida de gas en su recta final.
El Páramo forma parte de un grupo de películas habituales en Sitges y que personalmente englobaría bajo el epígrafe genérico de “militares esquizofrénicos”. Cada año, con mayor o menor fortuna, cae una de parámetros similares a los de ésta. Ópera prima del colombiano Jaime Osorio Márquez, El Páramo nos acerca al descenso a los infiernos de un comando especial que, durante una de sus misiones, queda atrapado en una base militar abandonada en donde la presencia de una bruja provocará un mal rollo tremendo entre sus miembros. Pésimamente explicada y peor rodada, acaba resultando un film agobiante y aburrido, al que hay que añadir la dificultad para entender el acento colombiano y entrecortado con el que se expresan a grito pelado sus actores. Una locura reiterativa, vacía y filmada con el culo, siempre cámara en mano, mediante planos cortos y cerrados, siguiendo a todos sus personajes desde atrás, como oliéndoles el cogote. Un desvarío total y absoluto. El único e incomparable Carlos Pumares, al terminar la sesión afirmo “no haber visto nunca tantos cogotes aglutinados en la pantalla de un cine”.
Más estimulante resultó The Troll Hunter, una producción noruega que, a modo de comedia, asegura la existencia de trolls en los bosques escandinavos. Planteada como un falso documental en la línea de El Proyecto de la Bruja de Blair, rompe un tanto con el molde del género y apuesta más por el humor que por el terror. Narra las peripecias de un equipo de televisión dispuesto a realizar un documental sobre la caza de osos que, tras descubrir la existencia de un misterioso y solitario cazador, decide seguirle la pista hasta descubrir que se trata de un funcionario gubernamental especializado en la eliminación de trolls. Influenciada en ciertos aspectos por el humor de los Monty Python, se trata de un trabajo fresco y satírico que carga sus tintas acertadamente en el delirante y feucho aspecto de los monstruos y en la descripción psíquica, moral e incluso religiosa del muy peculiar cazador. Y es que lo de la religión es algo que influye muy directamente en la forma de actuar de los trolls. Todo un divertimento.
Cerró la jornada El Callejón, el decepcionante debut en el campo del largometraje del guionista y crítico cinematográfico Antonio Trashorras quien propone un homenaje al cine de terror en muchas de sus variantes, a través de la angustiosa noche vivida por una joven al ser acosada por un misterioso personaje en una solitaria lavandería nocturna. Contando con un decorado casi único, la cinta se pierde en continuos giros y efectos de guión tan artificiosos como su propia escenografía. Demasiados guiños para tan poco metraje (75 minutos escasos) y tanta superficialidad. Suerte ha tenido Trashorras de lo bien que le aguanta el chaparrón su prometedora actriz protagonista, una jovencísima Ana de Armas que está presente en todas y cada una de sus escenas, incluidos los títulos de crédito iniciales; unos títulos muy poperos que, en el fondo y a pesar de quedar al margen del argumento central, se convierten en lo mejor del fallido producto.
En el próximo post, la traca final.
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