26.9.11

Palma de Oro en Cannes... ¡Mandan cojones!

En El Árbol de la Vida, Terrence Malick, haciendo gala de su fama de tipo extraño, ha urdido un tostón de película tras la que, aprovechando el retrato de una familia tejana de los años 50 compuesta por un matrimonio y tres hijos, se esconde un abusivo dechado de teología de mercadillo mezclado con unas gotas visuales a lo National Geographic (incursiones digitales incluidas). En primer plano, una única idea: Dios existe, es bueno y no nos saca ojo de encima. En segundo plano, como reclamo comercial a tanta colgada, Brad Pitt sobreactuando y metiendo cara de subnormal, que para eso también ejerce de productor.

Malick está empecinado en vendernos la moto, cueste lo que cueste. Mezcla los pensamientos de los integrantes de la familia con sus particulares conversaciones con ese Dios que tan obsesivamente quiere idealizar, todo ello a ritmo de machaconas y cansinas voces en off. Habla de la muerte, de la naturaleza en relación al hombre, de la Tierra (en abstracto), del amor, del odio, de los celos y, ante todo y a través de la imagen de un padre intolerante, de la eterna lucha entre el bien y el mal. En realidad, no ofrece nada nuevo. Otros cineastas, menos petulantes y de forma más abierta, nos han contado historias similares y con mejores resultados. Pero, atención, ésta lleva el sello de autor en la frente.

Sus mínimas líneas de diálogo suenan a reiterativas. Desde el primer minuto, El Árbol de la Vida entra en un ofuscado círculo vicioso del que le resulta imposible salir. Dios es amor. Y punto. No hay tu tía. La cinta queda encallada en ese concepto, no avanza más allá.

Como el hombre sabe poner muy bien la cámara, se recrea en imágenes plásticamente atractivas. El modo visual de acercarse a los años 50 y a la evolución de la familia protagonista, demuestran el buen hacer como cineasta de Malick. Pero aquí se queda. El problema estriba en su cansina narrativa, capaz incluso de insertar (por sus huevos) imágenes salidas de documentales de La 2 para crispación de buena parte del público. ¿Provocación o delirios de grandeza? De un modo u otro, ha de demostrar que lo suyo sigue cine de autor. Pese a quien pese.

Con tanta dispersión narrativa, deja incluso de culminar situaciones bien planteadas y se olvida totalmente de la presencia del hijo mediano, personaje que queda totalmente desdibujado en pos de múltiples pajas mentales. Lo suyo es irse por los cerros de Úbeda y sumergirse en la mística y en las ensoñaciones de una madre que parece escapada de una película de Bergman y en los miedos de un hijo mayor que teme convertirse en un déspota como su padre; hijo que, en su edad adulta y de forma bastante breve, está representado por un Sean Penn que no parece muy cómodo en el papel que le ha caído en desgracia.

En Cannes, seducidos por tanta pedantería, va y le enchufan la Palma de Oro. No hay como apellidarse Malick.

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