Tras toda la pedantería que desgranó Isabel Coixet a través de los diálogos de Elegy, la directora catalana, con Mapa de los Sonidos de Tokio, entra a saco en un melodrama, con ínfulas de thriller, que, por su planteamiento y guión, se me antoja de lo más vacío de su filmografía. De la pretenciosidad de su anterior film, pasa ahora a la vacuidad total.
Para que todo parezca muy profundo, la mujer se dedica a sobrecargar, hasta extremos increíbles, cada uno de los barrocos planos que componen su metraje, dándole una especial importancia a cuantos detalles (bastante folklóricos) denoten su basto y cacareado conocimiento de la cultura japonesa. Una visión maniquea y estereotipada a la que se acerca a través de su mínimo (y tópico) hilo argumental: una crónica, de amor y muerte, en la que se mezclan pasiones, suicidios y venganzas.
Un catalán afincado en Tokio y una empleada nocturna de la lonja de pescado de la ciudad; el primero es propietario de una tienda de vinos que lleva el nombre de Vinidiana (en un muy barato homenaje al mundo de don Luis), mientras que la segunda, en su doble vida, ejerce de asesina a sueldo: dos seres que, unidos por el negocio de ella, vivirán un turbulento episodio de amor y sexo (este último, ante todo, oral). Él es un Sergi López que no acaba de arrancar (ni de resultar creíble) en momento alguno; ella es Rinko Kikuchi (la joven oriental del Babel de Iñárritu), lo mejor, con diferencia, de todo el largometraje.
La víctima y el verdugo en la misma cama (aunque, en este caso, sea en el mismo vagón de metro): un tema manido y ya tratado en varios ocasiones en el mundo del cine con mejores resultados. A la Coixet se le ha ido la mano y, en su propuesta, se nos ha puesto rococó, banal y empalagosa. En un arranque de petulancia supina, y con la intención de darle un cierto toque de cine de "autor", a medio camino entre la nouvelle-vague y la cinematografía nipona más cultureta, se ha sacado de la manga a un personaje tan vano e insufrible como inútil pero que, con sus frases rimbombantes y literarias, le sirve de narrador en la sombra: el de un japonés, ya madurito, enamorado en silencio de la misma mujer que el López y obsesionado con grabar ruiditos variopintos.
Silencios. Diálogos reiterativos. Más silencios. Un poco más de charlatanería repetitiva. Unas exageradas gotas de postalita turística recargada. De nuevo silencios. Voz en off por un tubo. Silencios y ruidos. De nuevo, los mismos diálogos de siempre. Unas cuantas sesiones de sexo sin morbo y muchos más silencios. La película no avanza y se pierde en medio de un asfixiante y aburridísimo bucle. Jean-Pierre Melville, con una historia similar, a buen seguro habría urdido una joyita.
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