Sobre estos dos personajes gira, en su mayor parte, la trama de Elegy, el nuevo film de Isabel Coixet; un trabajo en el que, por primera vez en su mundo, explora con detenimiento el interior de un personaje masculino; un personaje que, en el fondo, refleja la misma pedantería con la que la directora catalana ha afrontado su puesta en escena; una pedantería que, en buena parte, ya viene dada por la adaptación que, del Animal Moribundo de Philip Roth, ha realizado el prestigioso director y guionistas Nicholas Meyer.
De todos modos, resulta innegable que la cinta está cargada de muy buenas intenciones y de momentos brillantes cargados de gran cine. Un buen ejemplo de ello se localiza en la escena en la que David Kepesh, atisbando el exterior a través de una entornada persiana de su apartamento neoyorquino, ve reflejado su futuro en la figura de la solitaria anciana vecina del edificio de enfrente quien, al igual que él, observa pasar la vida asomada a su ventana.
Lástima que ese poder descriptivo, apoyado en las imágenes y el silencio, del que siempre ha hecho gala Coixet, se vea malogrado en esta ocasión por la pretenciosidad que desgranan sus diálogos; una charlatanería excesiva y cargada de citas intelectuales que, en lugar de acercar a sus dos protagonistas principales al espectador, los distancia cada vez más de él, y sólo los aproxima de nuevo cuando sustituye su verborrea por las silenciosas miradas de sus actores; miradas en cuyo mutismo se encuentra la verdadera expresión e intenciones de los personajes a los que representan. Miradas raudas, perdidas, enfocadas al vacío, pero siempre llenas de una sensibilidad extrema.
Sin lugar a dudas, lo mejor de Elegy descansa en la inteligente y sobria interpretación de un inmenso Ben Kingsley quien, con su trabajo, define hasta el último detalle la personalidad del sombrío Kepesh. Una sublime actuación que, por deslumbrante, sitúa a una esforzada (aunque inexpresiva y desnudísima) Penélope Cruz en un plano totalmente secundario.
Pero no sólo en Kingsley radica lo más destacado de un film renqueante, pues la relación de amistad confesional que éste mantiene con su mejor amigo (un espléndido Dennis Hopper) queda perfectamente plasmada en pantalla. Un toma y daca de cotilleos personales, secretos inconfesables y pasiones ocultas que, en definitiva y tras un suceso inesperado, marcarán aún más la gélida personalidad de David Kepesh, ese maestro ególatra al que, a pesar de su evidente madurez física, aún le quedan demasiados aspectos vitales (y no tan vitales) por asumir.
Literatura, filosofía, sexo, amor, desamor, celos, recelos, relaciones humanas, sentimientos de culpabilidad, soledad, vejez, muerte, enfermedad... todo ello a fuego lento. muy lento. En definitiva: demasiadas cuerdas para un solo violín.
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