Donnie Darko es un film extraño, diferente, de esos en los que no existe término medio a la hora de juzgarlo. O se adora, o se odia: los dos polos opuestos que se convierten en el vehículo ideal para que el título haya pasado a formar parte de esa interminable lista de películas de culto. Su indiscutible tratamiento fantástico, numerosos guiños cinéfilos y varias lecturas posibles para descifrar su pasaje final, conforman el debut, en el campo del largometraje, del norteamericano Richard Kelly; un proyecto cuya principal impulsora y alma mater fue la actriz Drew Barrymore, la cual posee un breve pero consistente papel en la trama, dando vida a una peculiar maestra empleada en la escuela a la que asiste Donnie Darko, el joven que da nombre a la cinta.
Personalmente, me sitúo al lado de los que no soportan Donnie Darko. Ya en el 2001, cuando se proyectó por vez primera en el Festival de Sitges, me pareció una inmensa tomadura de pelo; concepto que reafirmo tras haberme enfrentado de nuevo a ella, siete años después, el pasado fin de semana. Y puedo asegurar que, en su segundo visionado, intenté tomármela con un poco más de cariño.
Al igual que en su época, me enganchó su primera parte, en donde cabe resaltar el extraño sentido del humor (negro, muy negro) usado para proceder a la presentación de sus personajes principales y, ante todo, el dibujo que hace de Donnie Darko, un adolescente solitario que sufre de sonambulismo y que, en sus rondas nocturnas por los alrededores de su domicilio, se dedica a perseguir a un tipo disfrazado de conejo al que ha bautizado como Frank; todo un homenaje (pretencioso) al surrealista mundo de la Alicia de Lewis Carroll y, al mismo tiempo, al amigo impalpable de James Stewart en El Invisible Harvey.
Al contrario que el conejo de Alicia, éste es un ser un tanto más diabólico; un personaje del que su director y guionista se aprovecha para atiborrarle de distintas lecturas y que, en parte, en alguna de ellas, se le podría aproximar a esa parca que, en El Séptimo Sello, demostraba su dominio en cuestiones ajedrecistas. Otras, en cambio, apuestan por descubrir, en esa figura idealizada por Donnie, a un nuevo Mesías que, a diferencia de la anterior percepción, ejercería de salvador para el muchacho sonámbulo. Sea lo que sea, en esta relación adolescente-conejo, más que la clave para descifrar el último pasaje del film (en el que se vuelve al inicio para, posteriormente, cambiar una de sus constantes), se encuentra ese toque de minimalista fatuidad que ha deslumbrado (inconcebiblemente) a sus más acérrimos defensores. Un toque que se me antoja idéntico al de la mayor parte de bufonadas sin sentido con las que Kelly ha ornamentado su producto.
La cinta se abre con la caída del motor de un avión sobre la habitación de Donnie y se cierra, mediante el anteriormente citado regreso al pasado, con el mismo suceso. Entre estos dos puntos transcurre la interminable y farfallosa acción de Donnie Darko; una historia que se ve marcada por un tiempo límite, al finalizar el cual -y siempre según las previsiones del conejo Frank- el mundo vivirá su último y apocalíptico episodio. Las relaciones de Donnie con su entorno más cercano (familia, maestros y compañeros de escuela) y las visitas de éste a una psiquiatra experta en tratamientos hipnóticos, son los principales focos de atención en los que se centra su esotérico (o, mejor dicho, burlesco) guión.
Donnie Darko es una de esas pajas mentales, sin pies ni cabeza y realizadas a conciencia con la única intención de asombrar al personal con su (supuesta) originalidad, que tan sólo sirvió, a mí humilde parecer, para potenciar la figura de Jake Gyllenhaal y ofrecerle, al mismo tiempo, un papel absolutamente distinto al eclipsado Patrick Swayze: el de un farsante que, bajo el uniforme de telepredicador, aprovecha su popularidad para dedicarse a menesteres más secretos y ocultos. Del resto, a excepción de la excelente interpretación de una también recuperada Katharine Ross -en el rol de la psiquiatra de Donnie-, poca cosa puede salvarse... a no ser por esa más que velada pleitesía final (retornando a la imagen de James Stewart) al ¡Qué Bello Es Vivir! de Frank Capra.
Seguro que a David Lynch le encantó. Pero a mí, nunca me ha gustado ir al barbero y que me rapen al cero.
No hay comentarios:
Publicar un comentario