7.11.08

Ustedes son unos malvados... y así lo han querido: EL ETE Y EL OTO

El éxito de la compacta E.T. deslumbró tanto a propios como a extraños. No es de extrañar por ello que, justo un años después de su estreno, en 1983, Los Hermanos Calatrava, símbolo indiscutible de la caspa hispana, decidieron llevar al cine su propia versión bajo el horripilante título de El Ete y el Oto, una cinta que, pretendidamente en clave humorística, seguía paso a paso las pautas argumentales de la original. El resultado fue de pura basura patria, de aquella imposible de reciclar, de la que revuelve el estómago y provoca profundas arcadas. De vergüenza ajena.

De hecho, su realizador, Manuel Esteba, amparándose en el guión escrito en compañía de los hermanitos de marras, Paco y Manolo Calatrava, fusila –en plan garrulo- la estructura del film de Spielberg. La llegada accidental de un extraterrestre y su acogida, por parte de un niño, en el chalet de su padre -un escultor con tres hijos a su cargo-, significa el pistoletazo de salida de tan nefasta sátira.


Descubrimiento del marcianito, adopción y toma de contacto con el recién llegado; posterior enfermedad de éste e, inevitablemente, tras su recuperación, la despedida y cierre; siempre siguiendo el orden cronológico del magistral producto del director de Tiburón. Pero por muchas pautas que siga, de continuidad lineal no hay ni un pequeño asomo: El Ete y el Oto está construida a base de una sucesión de chistes, a cual peor, para lucimiento exclusiva de la pareja de humoristas. Manolo Calatrava da vida al padre de familia (un escultor despistado y tontolculo), mientras que (¡faltaría más!) Paco Calatrava, enfundado en un ceñido traje plateado, se mete en la piel del alienígena que se pasa el día señalando las estrellas y permutando -en un mayúsculo golpe de ingenio- el “mi caaaasa” del original por un más terrenal “mi chooooza”. Pena, penita, pena.

Curiosamente, en medio de tanto despropósito y de un abuso de caras y sonidos guturales soltados por el gemelo de Mike Jagger, hay un pequeño oasis de absurdidad y locura que resulta de agradecer: una escena que, por delirante y surrealista, me llamó la atención y logró hacerme reír con ganas. En ella se mezclan, sin orden ni concierto, varios personajes a cual más pintoresco, aunque lo que de verdad destaca es la aparición del recientemente desaparecido vocalista catalán Ramon Calduch quien, con su inesperada presencia, se convierte por derecho propio en el centro de atención. Una referencia a La Casa de la Pradera y la entonación de Aquellos Ojos Verdes por parte del cantante, al tiempo que éste se encarama -micro en mano-sobre el moribundo bichejo, se encargan de rematar la chifladura.

Sobra decir que, cinematográficamente hablando, no hay por donde pillarla. No hay realización, ni montaje, ni siquiera un mínima coherencia en su guión capaz de respaldar la idea. Fue tal la despreocupación de Manuel Esteba tras la cámara que, en cada uno de los numerosos cambios de plano existentes, no ejerció ningún tipo de control sobre la iluminación a utilizar, ensamblando las imágenes, una tras otra, con una brusquedad alarmante… por no hablar ya de la nula función de la script, una tal Marga Carmona quien, con su nula atención, sólo consiguió que en el montaje final no hubiera un solo plano que cuadrara en lo más mínimo con el siguiente. Si en el aspecto técnico la anarquía reinante resulta de lo más absoluto, imagínense lo que significa en cuanto a interpretación se refiere: simplemente, caca de la vaca.

Suerte que, a duras penas, la cosa en sí no sobrepasa los setenta minutos de duración. De otro modo (y sin la inenarrable escena con el Calduch a bordo), sería un suplicio mucho más doloroso.

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