25.3.12

Deconstruyendo a un monstruo

La directora escocesa Lynne Ramsay se desplaza a los EE.UU. para urdir una amarga trama sobre padres e hijos; sobre la posible influencia que los primeros ejercen sobre los segundos a través de su educación. Tenemos Que Hablar de Kevin es un melodrama introspectivo y de narrativa compleja que, a pesar de su dureza, se salda con resultados excelentes.

La historia se centra en el estado depresivo de Eva Khatchadourian, una mujer que, despreciada por sus vecinos, se plantea hasta que punto contribuyó al áspero y violento carácter de su hijo mayor, Kevin, un chico que en su adolescencia acabó encerrado en una prisión estatal tras cometer un acto atroz, de una brutalidad excesiva.

Huyendo de la narrativa lineal habitual y apostando por acercarse al hogar de los Khatchadourian a través de cierta dispersión temporal, la realizadora acierta en su planteamiento expositivo pues, de este modo, matiza mucho mejor y de forma inteligente ciertos aspectos que resultan clave en la deconstrucción del sombrío carácter de Kevin, un joven que tiene más de monstruo que de teenager.

La tensa relación creada entre madre e hijo a los pocos meses de su nacimiento, los celos mal llevados tras la llegada de la hermana pequeña o la superficial conexión con un padre que no le dedica el tiempo necesario, son algunos de los factores determinantes del perfil del que será un adolescente rebelde y altamente conflictivo.

Una probable mala educación (o nula comprensión) que atormentará la mente de una madre ahogada en sus propios sentimientos; una madre mortificada a la que da vida una brillante Tilda Swinton apoyada, en todo momento, por los jóvenes que interpretan al citado Kevin, tanto en su adolescencia (Ezra Miller, de gran parecido físico con la actriz) como en sus edades más tempranas (inquietantes Jasper Nevell y Rock Duer), y sin olvidar por ello la presencia del todoterreno John C. Reilly en la piel de un padre genialmente desdibujado.

Un producto reflexivo, turbador, por momentos terrorífico y con cierto regusto a tragedia griega. Un ejercicio de estilo, de tonos rojizos y capacitado para dejar un montón de dudas (digamos que educativas) en el espectador. Háganme caso: aquí hay tomate. Y nunca mejor dicho.

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