Takashi Miike nunca ha sido santo de mi devoción. En general, su cine me parece soporífero, pedante y en extremo provocador. Vaya, en una palabra: insoportable. Tanto es así que 13 Asesinos me ha sorprendido gratamente. Y es que tras este trabajo -en realidad un remake de un viejo film de Eiichi Kudo de 1963-, se esconde un gran homenaje al cine clásico de aventuras de toda la vida y, en particular, a Los Siete Samuráis de Kurosawa.
La épica de la batalla y el romanticismo de la aventura unidos a través de una narrativa tan academicista que es inevitable, durante su visionado, pensar en muchos de los grandes films de gente como John Ford o del citado Akira Kurosawa. En esta ocasión, el amigo Miike deja a un lado su faceta más iconoclasta y nos obsequia con una ración de gran cine. De ese CINE, con mayúsculas, que cuesta tanto de ver en los tiempos actuales.
Ambientada en el Japón feudal, 13 Asesinos se centra en la historia de Shinzaemon Shimada, un samurai que, con una larga experiencia a cuestas, ha sido llamado por sus superiores para acabar con la vida de Lord Naritsugu, el violento y ruin hermanastro del actual Shogun. De hecho, se teme que, como posible sucesor en el poder, sus actos violentos e injustificados pudieran terminar con la paz del país.
La cinta, en su primera parte, hace especial hincapié en la presentación del grupo de hombres que el tal Shinzaemon reúne para perpetrar la aniquilación del futuro Shogun y, ante todo, en describir, con todo lujo de detalles, los actos bárbaros del personaje a exterminar. Siempre va al grano, sin colgarse en detalles secundarios y preparando al espectador para el aparatoso combate final que esos 13 integrantes del peculiar Grupo Salvaje mantendrán con las huestes del perverso Naritsugu.
45 minutos de batalla sin cuartel. 45 minutos de espectáculo en toda regla. 12 (+1) honrados samuráis contra 300 tipos dispuestos a todo con tal de proteger la vida de su amo. Una lucha sin tregua que no deja títere con cabeza ni cede tiempo al aburrimiento. Ni Tarantino llegó tan lejos en la recordada escena final de la primera entrega de Kill Bill. Catana va, catana viene. Flechas, lanzas, explosiones... peleas cuerpo a cuerpo. Un delirio visual, de ritmo endiablado y filmado de forma magistral. La coreografía y el montaje de la particular guerra en la que nos sumerge Miike es para sacarse el sombrero.
Una inesperada sorpresa. Cine del bueno y de la mano de un cineasta que, en su personal pulso con los grandes clásicos, tampoco renuncia a los detalles que ha ido cultivando a lo largo de su extensa e incalificable filmografía. Amante del gore más contundente, no escatima en violencia (totalmente explícita y acorde con la historia narrada) ni en acercase a los horrores de la mutilación. Sin lugar a dudas, lo mejor de Takashi Miike en años.
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