Al igual que en la galardonada cinta de Zemeckis, Fincher envuelve de pinceladas históricas, sociales y culturales el devenir de Benjamin Button. A veces, de modo claro e influyendo en la vida de sus personajes; otras, apostando por una sutileza exquisita en la inserción de ciertos elementos, tal y como sucede con el apunte visual (en segundo plano) del lanzamiento del Apolo XI.
De hecho, sin pretender convertirse en ningún fresco histórico, el film se desarrolla durante un vasto período que abarca desde el final de la primera Guerra Mundial hasta los inicios del siglo XXI aunque, en realidad, más que un retrato sobre los cambios políticos y sociales de esos tiempos, el realizador ha preferido indagar en la soledad de un hombre que se mueve contracorriente, la de ese Button que pasó su infancia en un asilo de Nueva Orleans y, que por ello, terminó por asumir, como una cosa natural, su trato directo y familiar con la enfermedad y la muerte.
El Curioso Caso de Benjamín Button navega, a la perfección, entre la comedia y el melodrama, aunque la báscula se inclina claramente hacia el segundo. Al contrario de lo que suponía Mark Twain al afirmar que "la vida sería infinitamente más alegre si pudiéramos nacer con 80 años y nos acercáramos gradualmente a los 18”, la de Button es una existencia triste y agobiante. La imposibilidad de disfrutar de una relación de pareja a todos los niveles es, por ejemplo, una de sus principales frustraciones y a la que Fincher, sin lugar a dudas, le dedica una especial atención. Tanto es su interés en este aspecto que, curiosamente y por su insistencia, la historia de amor que nos plantea acaba resultando lo más fatigoso de un film que sobrepasa las dos horas y media de proyección.
Construida a golpe de pequeñas anécdotas con relación a la vida del tal Button y al margen de ciertos episodios ciertamente ingeniosos (como el del hombre que fue tocado por un rayo en siete ocasiones o el mágico relato temporal de la cronología de un atropello), lo mejor de la película se localiza en la grandeza y fantasía volcada en su magnética imaginería visual. Delicada en efectos especiales (sublime el Brad Pitt bajito y anciano de los primeros años), maquillaje, fotografía y dirección artística, logra que todos estos elementos se alcen muy por encima de la historia que narra, siendo finalmente más atractivo el continente que el contenido.
Frank Mashall y Kathleen Kennedy, dos nombres habituales del cine de Steven Spielberg, han sido sus productores. De hecho, esta es una cinta que en nada se aleja del universo del director de E.T. y que, con total tranquilidad y una sobredosis de melaza, podría haber asumido este cineasta. Pero por suerte, con la dirección más fría y distante de David Fincher, se le ha ahorrado al espectador una cantidad ingente de noñería en su episodio final. Esto y el no buscar la lágrima facilona de modo truculento, son méritos positivos que honran el estilo del realizador y hacen un poco más interesante la propuesta.
No hay comentarios:
Publicar un comentario