Los Viajes de Sullivan narra el peregrinaje de un exitoso director de Hollywood que, cansado de realizar comedias y musicales, decide adentrarse en un tipo de cine más social y mostrar al mundo la miseria que se esconde tras ese falso universo de lujo que solían representar las grandes estrellas del Séptimo Arte. El país justo acababa de salir de la Gran Depresión. Las secuelas de la misma eran palpables. Miles de personas sin techo malvivían como podían de la caridad y el hurto. Hete aquí cuando John L. Lloyd Sullivan (Sully para los amigos), ese afamado realizador protegido por los grandes estudios, decidió dar un vuelco a su carrera y adentrarse en ambientes desconocidos para él. El hambre y la pobreza eran el leitmotiv de su próximo film y, para ello, con la sana intención de documentarse, estaba decidido a vivir en carne propia los sentimientos de un vagabundo.
Un divertido Joel McCrea, antes de convertirse en uno de los cowboys por excelencia de Hollywood, da vida al concienciado Sully, ese cineasta que se lía la manta a la cabeza y, durante una temporada, guarda sus caros ropajes en su armario de Beverly Hills para ejercer de trotamundos, alejado de los estudios y ataviado con sucios y raídos harapos. Sus representantes no ven con buenos ojos la idea pero, ante la testarudez del hombre, deciden hacer mutis por el foro. De hecho, la única persona que le va a respaldar es una joven pizpireta que, frustrada en su intentona de convertirse en actriz cinematográfica, iba a regresar a su casa sin un billete en los bolsillos.
Ella, La Chica (pues este es también el escueto y definitorio nombre de su personaje), es Verónica Lake; una Lake jovencísima, muy alejada de aquellas damas pérfidas a las que solía representar y que la convirtieron en el icono por excelencia de la femme fatale. Una Lake mucho más delicada e inocente, aunque también sensual y atractiva y, al mismo tiempo, capaz de travestirse en muchachito con la finalidad de acompañar a John L. Lloyd Sullivan en su extravagante periplo.
Los Viajes de Sullivan se inicia a modo de comedia, muy a la Capra y adornada con múltiples guiños al cine de la época. Su guión es fresco, su ritmo ágil y los diálogos trepidantes e ingeniosos. Las idas y venidas, siempre frustradas, de un Sully que parece marcado por el sino de Hollywood, son su seña de identidad. Nada es como se había planteado y, en el fondo, su subconsciente no le deja abandonar la riqueza que le rodea. Lubitsch y el citado Capra son sus más claras influencias. Después, en el último tercio, el film deriva hacia el melodrama. La opulencia da paso a la miseria. Los objetivos del cineasta concienciado por fin empiezan a cumplirse. El hambre, el frío y la delincuencia cobran un protagonismo especial. El sentido del humor ha desaparecido por completo.
Justo entonces es cuando Sturges aprovecha para reivindicar la comedia como gran género: la terapia ideal para huir de la realidad. Disney y Mickey Mouse son los portadores de tal demanda. El dolor está en la calle y, para paliarlo, nada mejor que unas risas. El contraste en la película resulta más que evidente.
A buen seguro, Blake Edwards, Billy Wilder y otros inmensos comediantes por el estilo, creyeron en los consejos de Los Viajes de Sullivan, un clasicazo como la copa de un pino.
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