Agua Para Elefantes sigue el modelo del melodrama más clásico. Pocas sorpresas hay a lo largo de la historia de amor que plasma, totalmente previsible y enmarcada en un enclave (más o menos) exótico. No es más que un producto montado para el lucimiento casi exclusivo de Robert Pattinson, ese jovenzuelo escuálido y blanquecino que, nacido al amparo de la saga Crepúsculo (esa visión del mundo de los vampiros dirigida a niñitos enamoradizos), lleva de culo a la mayoría de quinceañeras del planeta.
Para compensar la poca fuerza interpretativa de Pattinson (¡que pena da verlo fingiendo una borrachera!), Lawrence le ha colocado dos partenaires de lujo. Por un lado, la Reese Mentones Whiterspoon quien, valiéndose de su veteranía ante las cámaras, se merienda enterito al vampiro en cada uno de los planos que comparten. Y, por el otro, Christoph Waltz el cual, desde que ganó el Oscar por dar vida a un nazi en Malditos Bastardos, se pasa el día metiéndose en la piel de los más hijoputas del lugar: en este caso, en el del alterable marido de la Whiterspoon. Y allí, en medio de tanta estrellita, dominando el cotarro y como (gran) invitada de la función está Rosie, una elefanta que tendrá que soportar un poco de todo en su paso por el circo.
No le pidan peras al olmo. La película funciona hasta cierto punto. No aburre, pero tampoco ofrece nada nuevo. Más de lo de siempre, aunque con la peculiaridad de estar dotada de un look visual ciertamente atractivo. Su dirección artística es encomiable. La ambientación, sus decorados e incluso su cuidada fotografía, logran transportar al espectador hasta esa Norteamérica tocada de los años de la Gran Depresión.
Por cierto, una duda me invade tras la proyección: ¿Qué resulta más desproporcionada: la mandíbula de Reese o la trompa de Rosie?
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