Su introducción es francamente atractiva. Las dudas sobre la fe del protagonista y el planteamiento que le llevará hasta Roma parecen prometer un giro en el género que, por desgracia, nunca aparece. Al contrario, pasada media hora de proyección, El Rito se desvía y entra a saco con todos los tópicos habidos y por haber, con niña poseída incluida en el lote.
En la relación que se establece entre el tal Kovak y el padre Lucas Trevant, un experimentado sacerdote con miles de exorcismos practicados, se encuentra la clave del desmelene del film. Un histriónico e insoportable Anthony Hopkins es el encargado de dar vida al padre Lucas a través de una interpretación sin ningún tipo de límites. Hopkins, con este papel, aprovecha para montar su propio festival mediante un sinfín de guiños y piruetas a cual peor. El no va más del bufón, en el que grita, canta y solloza a su antojo.
Por si no hubiera suficiente con tal alarde de desmadre (interpretativo y de guión), El Rito se apunta a esa cansina corriente religiosa que aboga descaradamente por la existencia de Dios. Las dudas iniciales del protagonista se van totalmente al carajo en su parte final y filosoféa con ese dicho tan manido de que “si Satán existe, Dios también”. De una profundidad pasmosa, si señor.
A buen seguro, dentro de unos años, las cadenas de televisión más carcas contarán con este título en su programación de Semana Santa, compitiendo con joyas como Ben-Hur o Los Diez Mandamientos. Donde esté el padre Karras que se quiten todos los padres Lucas y sus posibles émulos. Al menos a Friedkin, en El Exorcista (pese a sus irregularidades), no le dio por esa vena religiosa tan retrógrada optando directamente por la visceralidad de la imagen y de la historia.
Por cierto, ¿quién se atrevería, al igual que Mikael Hafström, a contratar a un cacho mujer como la Cuccinota para utilizarla únicamente como un extra más?
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