Con Gente en Sitios, Juan Cavestany vuelve al
peculiar modo de filmar con el que se enfrentó a Dispongo de Barcos, su largometraje anterior: prácticamente sin presupuesto y contando con la colaboración desinteresada
de un grupo de actores de lo más granado y pintoresco, dispuestos a echarle una mano a un cineasta
inquieto que logra sorprender, entreteniendo, con su nuevo experimento
cinematográfico.
Cámara (de vídeo) en mano y dejando a un lado cualquier tipo de linealidad argumental, nos propone un collage caleidoscópico compuesto de
numerosos fragmentos independientes capaces de retratar aquello que ya avanza su
explícito título; o sea: gente en sitios. Gente en la calle, en bares, en casa,
en el trabajo. Gente paseando, amando, despreciando, sufriendo. Gente enferma,
sana, encabronada, alegre. Gente que come, que duerme, que sueña, que tiene
miedo... En definitiva, gente para todos los gustos y colores.
Gente en Sitios los es todo y no es nada: un cúmulo
de sensaciones extrañas en donde no existe un denominador común. La película de
Cavestany es surrealista y, al mismo tiempo, real como la vida misma. Hace reír
y pensar y, a veces, hasta resulta inquietante. El absurdo, el minimalismo y la
realidad conforman un ente estrambótico que tanto hace soltar carcajadas como pone la
piel de gallina. No hay término medio; tan sólo la malsana intención de mostrar a
gente en sitios, aunque se trate de gente de mala calidad.
Gente con los rostros, entre otros muchos, de
Ernesto Alterio, Carlos Areces, Raúl Arévalo, Antonio de la Torre, Maribel
Verdú, Eduard Fernàndez, Silvia Marsó o Santiago Segura. Gente en sitios con caras
conocidas, populares; fisonomías de las de toda una vida, de las que resultan
familiares y que, a pesar de haber trabajado tan sólo por amor al arte, echan
toda su carne al asador. Gente espléndida... y en sitios.
No busquen en ella ni una obra maestra ni una gran película. Confórmense
con la PELÍCULA, así, en mayúsculas. Una película sabia, capaz de enseñarles a
andar, a beber y hasta a dormir. Sencillamente, una rareza que difícilmente les
vaya a dejar indiferentes.
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