Tras la controvertida y hermética Shame, el
realizador londinense de color Steve McQueen regresa con una nueva película, la
tercera de su filmografía: 12 Años de Esclavitud, un trabajo mucho más abierto al gran público que el anterior y que, al igual que Tarantino
con su memorable Django Desencadenado, se aproxima al tema de la esclavitud, aunque de
una forma menos distendida y "teóricamente" más profunda que la del artífice de Pulp Fiction.
El tal McQueen, sabedor de que se está convirtiendo
a pasos acelerados en un cineasta de culto, se ha enfrentado a la adaptación
cinematográfica de la novela homónima y biográfica de Solomon Northup a través una
narración sosegada, llena de escenas en las que no ocurre absolutamente nada y de
planos secuencias interminables que poco aportan al común de la historia, por lo que se me antojan urdidos con la única intención de lucir sus innegables habilidades tras la cámara.
Repetitivo y cansino en su discurso en contra de la
brutalidad de la esclavitud, su lento ritmo narrativo no es más que un truco
habilidoso para impactar aún más al espectador en los aislados (aunque
numerosos) momentos en los que la violencia se convierte en dueña y señora de
cuanto acontece en pantalla.
La historia, ambientada dos décadas antes de la
Guerra Civil norteamericana y compuesta a golpe de elipsis narrativas no muy
bien plasmadas y acumulando tópicos a diestro y siniestro, cuenta los distintos
episodios que vivió Solomon Northup, un hombre libre y de color, músico de
profesión, que tras ser secuestrado en Nueva York -su ciudad de residencia- fue
trasladado hasta el Sur del país para ser vendido como esclavo. Allí, implorando poder
regresar algún día al lado de su esposa y sus hijos, trabajó en diversas granjas y plantaciones de algodón sufriendo, en primera persona, la crueldad de los tratos vejatorios de algunos de
sus propietarios.
Lo mejor de la cinta, aburrida, previsible y
alargada hasta límites insospechados (dos horas y cuarto de proyección), se
encuentra en el buen hacer de su protagonista principal, Chiwetel Ejiofor, y en
el desfile continuo (aunque en breves apariciones) de actores de la talla de
Benedict Cumberbatch, Paul Giamatti o el mismísimo Brad Pitt, productor asimismo
del film y que se reserva el rol (cortísimo) del blanco bueno de turno, un
abolicionista canadiense que se interesó por el conflicto de Solomon. Y, ¡cómo
no!, tratándose de una película de Steve McQueen no podía faltar su actor
fetiche, Michael Fassbender, quien, haciendo gala de su perenne inexpresividad,
acarrea con el personaje más malvado e insufrible de la historia, un amo
perverso y amante de los castigos físicos más aberrantes. ¡Pero qué soso es
este hombre, pardiez!
Una nueva vuelta de tuerca sobre un tema eterno que,
pese a sus buenas e indiscutibles intenciones, se queda a medio camino en su
propuesta, tanto por la cantidad de tiempos muertos que alberga su narración
como por la manera minimalista de acercarse a ciertos pasajes, tal y como sucede con
la inacabable escena del ahorcamiento. Y es que Richard Fleischer, a mediados
de los 70, pusó el listón muy alto con Mandingo, un título que, aún visto en la actualidad, sigue siendo tan cruel y efectivo como en el día de su estreno.
Por cierto, si Steven Spielberg hubiera filmado una
historia similar y con idéntico final al de McQueen, se le habría
tachado de edulcorado y lacrimógeno. Y es que a los directores mimados por
los gafapastas se les perdona absolutamente todo.
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