Sin ir más lejos, Sarah Polley, la actriz fetiche de Isabel Coixet, después de una larga experiencia como directora de cortos, ha debutado tras la cámara en el mundo del largometraje con un film muy triste y extremadamente realista. Se trata de Lejos de Ella, la historia de una pareja que, tras 50 años de matrimonio, ven peligrar su vida en común por culpa del Alzheimer.
Una imponente Julie Christie (que podría alzarse, el próximo domingo, con un merecido Oscar por su labor) da vida a Fiona Anderson, una mujer mayor que, ante los primeros síntomas de la enfermedad, pide conscientemente a su esposo ser internada en un centro psiquiátrico, para librarle del peso que supone atender a alguien que pierde la memoria a pasos agigantados. Una bella historia de amor, difícil de digerir por su veracidad y que, a pesar de su indiscutible emotividad, rehuye con inteligencia cualquier asomo de truculencia para robarle la lágrima fácil al espectador.
Añádanle al film las excelentes interpretaciones de Gordon Pinsent y de la todoterreno Olimpia Dukakis, la armonía acústica de la sensible banda sonora compuesta por Jonathan Goldsmith y la brillante concomitancia de su argumento con los paisajes naturales del Canadá, país en el que transcurre la película. Con todo ello, es más que suficiente para suponer que Sarah Polley, limando ciertas (pero nimias) irregularidades, promete mucho en un su recién estrenada carrera como realizadora.
Al otro que le ha dado por deprimirnos es al neoyorquino Julian Schnabel. En esta ocasión (y con mejores resultados que con Basquiat y la infumable Antes Que Anochezca), se instala en la costa francesa y, desde el Hospital Berck Maritime, orquesta una sensata y humana disección de las sensaciones vividas por un hombre que, tras haber sufrido una agresiva disfunción cerebro-vascular, ha quedado totalmente paralizado. Sólo a través de su párpado izquierdo podrá comunicarse con los demás. La Escafandra y la Mariposa es su título.
Basada en la novela homónima y autobiográfica del desaparecido Jean-Dominique Bauby (el que fuera editor jefe de la revista Elle), la cinta arranca justo en el momento en que éste despierta de un largo coma. El tratamiento de la visión subjetiva durante una buena parte de su metraje, colocando la cámara en el punto de vista del enfermo, aparte de resultar una aproximación excelente al hermético universo del personaje, ayuda al espectador a comprender mejor las negativas sensaciones experimentadas por un individuo que acaba de descubrir la mierda que significa pasar el resto de sus días en una silla de ruedas y sin ningún tipo de movilidad.
A pesar de lo escabroso del tema -y al igual que Polley en Lejos de Ella-, rehuye cualquier tentativa de caer en la sensiblería barata, afrontando su trabajo con una dignidad fuera de lo normal y rezumando, al mismo tiempo, una curiosa y atípica sensualidad. Los diálogos internos de su protagonista, la imagen que dibuja en su mente de sus seres más allegados y el suplicio de verse obligado a soportar, día tras día, el cinismo surrealista de ciertos comentarios realizados por parte del personal facultativo, son las principales bazas con las que juega Schnabel para plasmar la impotencia y el dolor de un hombre que, convertido involuntariamente en conejillo de indias, sólo desearía estar muerto.
La Escafandra y la Mariposa es un film brillante que, para romper la dureza de la situación expuesta, recurre en varias ocasiones al empleo del humor negro. Un humor a través del cual se adentra en una contundente y mordaz crítica dirigida, primordialmente, a los integrantes de una clase médica que, en general, se muestra más preocupada por su prestigio e imagen que por las verdaderas y terribles sensaciones psicológicas del enfermo al que está tratando.
Escalofriante también resulta el relato que, de un aborto clandestino en la Rumanía de los últimos días de la dictadura comunista, hace Cristian Mungiu en la muy interesante 4 Meses, 3 Semanas, Dos Días; una cinta tremendamente realista y extremadamente austera en cuanto a realización se refiere. Una sobriedad más que consciente y al servicio de un episodio que, por desgracia, se ha repetido (y se repite) en demasiadas ocasiones en todos aquellos países en los que estaba (y está) prohibida la práctica del aborto.
Dos amigas comparten habitación en una residencia estudiantil. Una de ellas está embarazada y dispuesta a deshacerse del feto; la otra será su apoyo moral y físico, aunque vivirá las consecuencias del acto de manera más cruel que la afectada. Un contacto furtivo con un médico. Una funesta habitación en un hotelucho de mala muerte. La ley de Murphy torcerá todo el planteamiento inicial. Y es que la vida, en ocasiones, es demasiado dura.
Una escena crucial desvela las claves de lo que le caerá encima al espectador. Las dos jóvenes y el médico elegido en la habitación del hotel. Se discuten precios, posibles problemas... La conversación sube de tono. No hay dinero suficiente y, en cambio, hay muchos inconvenientes. Hay que pactar ciertos detalles antes de entrar a fondo en la cuestión. Uno de los momentos más vibrantes y enfebrecidos del cine actual, en la que la figura del teórico facultativo, por su carácter agresivo, se asemeja a la de un asesino profesional. No quiere dejar huellas y solicita demasiados sacrificios a las chicas para llevar a cabo su trabajo.
Una maravilla de concreción. Un derechazo a los sentidos y a los sentimientos capaz de dejar fuera de combate a cualquiera. La angustia de un ser reflejada de manera minuciosa y con todo tipo de detalles. Una pesadilla real que resulta de visión obligatoria. Muchos antiabortistas deberían padecerla con el fin de evitar los fuertes daños psicológicos que tal práctica puede causar al ser realizada de modo clandestino.
Atención al trabajo de Vlad Ivanoc, el actor que encarna al médico cafre y, ante todo, al de Anamaria Marinca, la chica que interpreta a Otilia, la sufridora compañera de la joven dispuesta a abortar. Para sacarse el sombrero.
Sean Penn en Hacia Rutas Salvajes, su nuevo film como director, ha querido dejar igualmente su pequeño granito de mal rollo en las plateas. Pero, al contrario que los títulos anteriormente citados, a él no le ha salido tan bien, dejándose llevar en exceso por la vena del misticismo. De hecho, en él se narra el viaje autocontemplativo que realiza Christopher McCandless, un muchacho de 22 años que, tras graduarse en la Universidad, decide abandonar su hogar paterno con la intención de pasar dos años en soledad y en conjunción directa con la naturaleza. Una evasión tras la que se abriga un claro acto de protesta hacia unos padres a los que nunca entendió y a los que, con su fuga, castiga con el remordimiento y la añoranza.
La cinta está estructurada como si se tratara de una road-movie. En realidad, más que una road-movie seria más lógico catalogarla de chiruca-movie, pues el idealismo del tal Chris le lleva a recorrer a pata, y mediante la práctica del auto-stop, la mayor parte de su camino. Un itinerario que tiene planeado finalizar en los salvajes parajes de Alaska. En su trayecto se cruzará con varios personajes que influirán en sus decisiones y sus utópicos pensamientos.
Hacia Rutas Salvajes no empieza nada mal. A pesar de su lento ritmo narrativo y de la manera abusiva en la que Penn se recrea con la fotografía de centenares de paisajes naturales, no deja de tener cierto gancho. La contenida interpretación de un Emile Hirsch en alza, sus bien estructurados diálogos y el canto ecologista que desgrana su visionado, son los puntales más fuertes sobre los que descansa la propuesta. Una propuesta que se mantiene firme hasta que le pilla la neura religiosa. El Dios es Amor no tarda en hacer acto de presencia, desmontando, con su giro místico y su trasnochado hippysmo, todo cuanto había articulado hasta el momento.
Al menos y personalmente, tras aguantar estoicamente sus 140 minutos de proyección, saqué una conclusión filosófica e imprescindible para seguir subsistiendo durante el resto de mis días: Supertramp y el National Geographic forman un cuerpo único e indivisible. Los que la hayan visto, me entenderán a la perfección; los que no, tendrán que aprender a vivir sin conocer la respuesta a tal afirmación metafísica.
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