1968. Los hippies, el “haz el amor, no la guerra” y
el LSD molaban. La cultura pop estaba en su punto máximo de expresión. Y la psicodelia
cinematográfica arrasaba. El cine gamberro y antisistema era fetén. Otto
Preminger, uno de los directores más prestigiosos de Hollywood, a pesar de su
célebre calvicie, optó por desmelenarse y subirse también al carro. Su tarjeta de visita llevaba el nombre de
Skidoo (lo que aquí, en España, en caso de haberse estrenado, se hubiera titulado Moto
de Nieve), una locura psicotrópica sin mucho sentido que, tras
una semana en cartelera con una pésima acogida, fue apartada de la exhibición
comercial por el propio Preminger.
Un reparto extenso y de lujo en el que se contó,
entre otros, con gente habitual de las comedias de la época como Jackie Gleeson,
su eterna compañera Carol Channing, Frankie Avalon o Burgess Meredith. El toque pop lo puso un John
Philip Law recién salido de ejercer de angelote en otro film maldito, Barbarella,
mientras que Peter Lawford, por aquel entonces senador, daba la nota de
atrevimiento al formar parte del elenco de una cinta en la que, según cuentan y
durante su rodaje, el ácido lisérgico corrió como la espuma entre todo el
equipo técnico y artístico.
George Raft y Cesar Romero también se apuntaron al
invento, desenvolviéndose como peces en el agua en sus habituales roles de
maleantes. Pero el par de guindillas que coronaban Skidoo corrieron por parte
de dos míticas estrellas del Hollywood más clásico: Mickey Rooney y Groucho
Marx. El primero dando vida a George “Blue Chips” Packard, un gángster metido
entre rejas y dispuesto a cantar para delatar a su antigua banda, mientras que el
segundo, el gran Groucho, a sus 77 años de edad, se metió en la piel del
mismísimo Dios, el jefe de una banda de mafiosos que, desde el yate en el que
vive enclaustrado, intenta manejar todas las teclas posibles para que sus
hombres acaben con la vida de Blue Chips en la prisión en la que cumple condena;
un Dios peculiar, arropado por la escultural figura de la modelo de color Luna
y tocado, al mismo tiempo, por las alucinaciones del LSD que se zampó por consejo
del propio Otto Preminger.
En su estreno, el delirio teóricamente jocoso
planteado por el realizador de Anatomía de un Asesinato, descolocó a todo el
mundo. La película, vista hoy en día, tan solo se disfruta por tratarse de una
rareza sin precedentes. Una rara avis astracanada en la que se mezclaban los
disparates propios de productos como ¿Qué tal, Pussycat? o Casino Royale con
los efluvios provocados por la ingesta masiva y colectiva de tripis y LSD. Sus gags, aparte
de alocados, resultan pésimos, sin ninguna gracia, aunque se adivina que todos
los que intervinieron en su construcción, del primero al último, lo pasaron de
puta madre, incluido Harry Nilsson, el compositor de su banda sonora y capaz de
despedir el film con un infumable número musical (muy de la época) interpretado
por una Carol Channing disfrazada de pirata hippie y de urdir un tema (y esto tiene su coña) para desarrollar unos títulos de crédito finales totalmente cantados..
Mi pasión por Groucho Marx me ha obligado a perseguir,
durante muchos años, una copia de Skidoo. Esta semana, por fin, conseguí
visualizar esta extraña ensalada de mafiosos, hippies, prisiones y sustancias alucinógenas. Y, ante tanto desvarío, me he quedado
con un palmo de narices. La decepción ha sido inmensa. Quizás sería mejor no
haberla visto nunca y seguir soñando con un film maldito muchísimo más
ingenioso. La lástima es que sólo se queda en la anécdota.
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