En esta ocasión, la acción se centra en Londres. Aunque, por lo que cuenta y como lo cuenta, también se podría haber ambientado en Nueva York o en Cassà de la Selva. Todo un sicario de la industria. Y, al igual que en Hanna Y Sus Hermanas, Delitos y Faltas o Maridos y Mujeres (y aquí me paró para no listar una sarta interminable de títulos), se enfrenta por enésima vez a las relaciones de pareja. Como es habitual en él, lo hace centrándose en parejas de gente de su ambiente. O sea, la cultura ante todo. Tratantes de arte o escritores sin musa, personajes que parecen haberse eternizado en ese cine agónico que Allen realiza en los últimos tiempos. Citas pedantillas sobre literatura, pintura u ópera no podían fallar. Y, como contrapunto de ese mundo intelectual con el que tanto se identifica, sitúa a la rara avis de turno para ridiculizarla: una prostituta inculta que desconoce el nombre de Ibsen. Todo un toque de desagradable clasismo (demasiado habitual en su obra) que delata la parte más estancada y prepotente de un Woody Allen que está perdiendo los papeles.
Los clichés de siempre están servidos. La interactividad entre todos sus personajes tampoco podía faltar, aunque sin nervio y, por mucho que lo intente, sin gracia. Al molde que el director guarda en su caja fuerte para forjar sus películas (igual que en una cadena de producción industrial), se le ha roto el engranaje que contenía su vertiente más coñona y ácida. Ahora las pelis le salen calcadas, sosas y sin mala leche. Y es que escribir y dirigir una película (por sus cojones) cada año, acaba con el frescor de muchos de sus viejos títulos.
Los actores (con ciertas salvedades) siempre son lo mejor del cine de Allen. Naomi Watts está imponente, al igual que Gemma Jones o Josh Brolin. Banderas hace de Banderas (o sea, un exceso de muecas y poca chicha) y a Anthony Hopkins, en un rol visto hasta la saciedad en otros films, le ha tocado meterse en la piel del Woody Allen actor mediante de un registro plagado de gesticulaciones y tartamudeos.
Esta película la he visto ya con anterioridad tantas veces que empiezo a desconfiar de su autor. Fue grande, hizo obras insuperables y nos sorprendió a un montón de cinéfilos. Personalmente, he de reconocer que durante décadas me gratificó con un cine excelente. Pero ahora, en la actualidad, he dejado de creer en él. Me cansa, me aburre, me satura. Sus neuras ya no me aportan nada en absoluto. Al contrario, me indigna. Y es que los tiempos de Zelig o Balas Sobre Broadway ya quedan muy, muy lejos.
Por cierto: ¿algún día dejará de filmar la escena en la que dos personajes asisten a la representación de una Ópera para intercambiar miraditas entre ellos? Lo dicho: me fatiga.
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