1.11.15

SITGES 2015: Jornada 6 (de skinheads violentorros, de somnolencias shakesperianas, de terrores psicológicos pedantillos, de westerns lentos, de coches patrulla conducidos por niños y de embarazadas alucinando pepinillos)

A primera hora de la mañana llegó al Auditorio del Meliá Green Room, una cinta de la que había mucha expectación debido a su buena acogida en otros festivales, como ocurrió en Austin, lugar en el que se alzó como ganadora. Su director es Jeremy Salnier, el mismo de la muy minimalista y sobrevalorada Blue Ruin aunque, en esta ocasión, se quita de encima el disfraz de gafapastas y apunta hacia otros derroteros. En ella, un grupo de punk rock ha de realizar una actuación en un local lleno de sospechosos skinheads, pero un hecho violento imprevisto, que les convertirá en testigos de excepción, hará que no puedan salir del lugar. La historia planteada, en un principio, es tentadora y promete. Empieza bien, con fuerza, pero pronto pierde fuelle y la cinta, por culpa de un guión ciertamente fallido (o, mejor dicho, inexistente) se le escapa de las manos pues, por momentos, aparte de aburrida y reiterativa, se me antoja de lo más ridícula y poco creíble. Vaya, que aparte de algún que otro toque visceral y de la presencia de Patrick Stewart dando vida al capo de la ultraviolenta banda skin, la propuesta se queda en nada; nada de nada.


Si la mañana empezó mal, aún podía ir a peor, tal y como demuestra la Ley de Murphy. Y Macbeth, la nueva adaptación de la obra de Shakespeare, dirigida por Justin Kurzel y protagonizada por Michael Fassbender y Marion Cotillard, fue el producto ideal para que el Auditorio se llenara de bostezos y de alguna que otra huida rauda de la sala. Un Macbeth tras el que se esconde una pedantería supina: monólogos engolados inacabables, interpretaciones de lo más insoportable (¿pero qué coño le han encontrado al Fassbender de las narices?), un tempo lento y soporífero que no hay quien lo aguante y, por si fuera poco, el empeño del director por darle un toque de modernidad a su realización y al atuendo de ciertos personajes (como esas brujas que, aparte de aumentar en número, dejan de denominarse "brujas" para vestir unos atuendos más propios de una banda popera de los años 80). Y todo ello sin hablar de su amuermante banda sonora que, compuesta por un tal Jed Kurzel (¿será pariente del director el tío enchufao?), invitaba directamente a echar una cabezadita. Mucho Shakespeare y mucha hostia pero, en definitiva, caca de la vaca. Que se vayan a tomar el pelo a otra parte.


Con February, el debut tras la cámara de Osgood Perkins (o sea, el hijo de Anthony Perkins), la cosa no mejoró en absoluto. En ella, y a través de una realización muy pobre (¡paupérrima!), se nos narra el camino de una joven hacia la locura quien, sin poder salir de su internado durante las vacaciones de invierno al no ir a recogerla sus padres, vivirá unos días de lo más extraño al lado de una compañera en idéntica situación. Siguiendo la tónica de la edición de este año, la cinta es lenta, altamente aburrida y falsamente efectista, aparte de copiar, en muchos aspectos, ciertas pajas mentales del cine de David Lynch, como lo de utilizar dos actrices distintas para un mismo personaje, cosa que también hizo Luis Buñuel en su época. Pero es que el niño Perkins no es ni Lynch ni Buñuel y aún tiene mucho que aprender a pesar de las pretensiones que abriga su película. Suerte tiene de las tres jóvenes protagonistas quienes, con su trabajo, hacen olvidar un tanto tamaña gilipollez. En definitiva: terror psicológico de lo más pretencioso.


Y si no habíamos tenido suficiente dosis de Michael Fassbender con el Macbeth de los cojones, por la tarde llegó Slow West que, tal y como su nombre indica, no es nada más y nada menos que un western lento. El tedio seguiría apoderándose del Auditorio durante hora y media más con la historia de un jovencito que, recién llegado del Viejo Continente, viajará por todo el Oeste americano en busca del amor de su vida; un viaje durante el cual se cruzará con toda clase peligros y personajes, pero todo ello a un ritmo de lo más soporífero y, por momentos, surrealista. Dirige otro debutante, un tal John Maclean y la protagonizan el citado Fassbender y el niñito Kodi Smit-McPhee (el de The Road, un poquito más crecido). Slow West aburre hasta a las musarañas, pero al menos, y en comparación con los tres films anteriores, posee un cuarto de hora final genial, en donde el realizador se despierta de su siesta, le impregna un ritmo y un montaje aceleradísimo y sorprende a la platea con un tiroteo de lo más clásico y salvaje. Vaya, un tostón de padre y muy señor mío con un toque adrenalínico final muy de celebrar.


La quinta película del día animó un tanto la jornada ya que, a mi gusto, se encuentra entre lo mejor de esta edición. Se trata de Cop Car (Coche Policial), un thriller rural y de carretera con todas las la ley, en donde un par de niños, tras encontrar un coche de policía abandonado en medio de un bosque y con las llaves puestas, deciden robarlo e iniciar sus pinitos como conductores, ignorantes de que en el maletero del mismo llevan una sorpresa que el sheriff corrupto propietario del automóvil pretende proteger a toda costa. Una cinta filmada con nervio que, sin escatimar en violencia y tensión, sigue demostrando que Kevin Bacon es único a la hora de encarnar a psicópatas que disfrutan cruzando líneas rojas; un actor que es secundado a la perfección por los dos jóvenes protagonistas: James Freedson-Jackson y Hays Wellford. ¡Qué Tutatis proteja a la inocencia! Siguiendo los cánones clásicos del género y sin entrar en experimentos fílmicos de ningún tipo, acaba resultando un producto entretenido, inquietante y con un final que deja cierto mal rollito en el cuerpo.


La jornada la cerró Hellions, una producción canadiense que, dirigida por Bruce MacDonald, pretendía darle la vuelta al célebre, típico y tópico “truco o trato” de la noche de Halloween. Una serie B bastante insoportable y cargante que pone al límite a su esmerada protagonista principal, Chloe Rose, una adolescente que, horas antes de celebrar la fiesta de Halloween, decide quedarse sola en su casa tras haber recibido la noticia de un inesperado embarazo. A partir de este punto, el tal MacDonald, empieza a jugar con el viraje de su fotografía, trastocando colores, texturas y sonidos, al tiempo que sumerge al pobre espectador en una especie de pesadilla, sin pies ni cabeza, en la que la chica se ve acosada por una caterva de niños disfrazados y violentos que no dejan títere con cabeza. O sea, alucinando pepinillos, en honor a su preñada protagonista quien, antes del festival de innumerables desvaríos, se atiborra constantemente de pepinillos con miel y sal. Es un film de esos tan inconsistentes e innecesarios que es muy fácil olvidarse de él a la media hora de terminar la proyección.


En poco, una ración más del Sitges 2015.

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