Un actorazo como la copa de un pino. Un secundario de lujo. Detrás de su gran nariz se ocultaba un rostro impenetrable; un prominente apéndice el suyo que se convirtió en su propio infierno. Atendía por Karl Maldem. Ayer nos dejó, no sin antes haberse paseado por las calles de San Francisco a bordo de un tranvía llamado Deseo.
Vivió en primera mano la conquista del Oeste, se codeó con Patton, hizo migas con Matt Helm, entabló amistad con el hombre de Alcatraz, se fue de caza con Nevada Smith y desveló una oscura intriga en el Gran Hotel. Innegablemente, el suyo fue todo un gran combate.
La suya no era precisamente la ley del silencio. Jamás tuvo los labios sellados. Se decía que el suyo era un cerebro millonario: el cerebro de un millón de dólares. En sus numerosos devaneos se colgó de baby Doll, tonteó con tres azafatas y cayó en brazos de la Reina del Vaudeville. Y es que él, en el fondo, él era el Rey del Juego.
No le asustaba el precio del éxito pero, a pesar de ello, pasó por alguna que otra situación desesperada. Siempre al borde del peligro, cató el beso de la muerte, sufrió un verano para matar, fue amenazado con ser colgado del árbol del ahorcado y se enfrentó al gato de las nueve colas y al fantasma de la calle Morgue.
Ante su partida, yo confieso que fue uno de los actores del método que más me han atrapado. Maldem Forever!. Descanse en paz.
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