

Descanse en paz.
En un principio, los seis episodios de Películas Para No Dormir iban a ser emitidos por la cadena privada de televisión, pero finalmente se ha optado por su lanzamiento en DVD de alquiler en los vídeo-clubs. El primer episodio en editarse ha sido el citado La Habitación del Niño. En él, Álex de la Iglesia, aparte de mostrar fidelidad a la serie primitiva, hace alarde de su profesionalidad y demuestra su oficio al cien por cien, acercándose, en muchos detalles, al espíritu inicial de la misma; sobre todo en la manera de plasmar el final de su historia: un final escalofriante y no muy positivo, de esos a los que llegó a acostumbrarme, en mis años mozos, la perversa mente de Narciso Ibáñez Serrador mediante los capítulos originarios de su espacio.
El argumento de La Habitación del Niño no es que sea muy original. Es un poco "lo mismo de siempre", pero con fuerza y estilo. Un viejo caserón, situado en medio de Madrid y abandonado durante muchos años, vuelve a ponerse en marcha a través de una inmobiliaria. A pesar de hallarse en una zona alta de la ciudad, su precio de venta es muy accesible, aunque pocos son los inquilinos que aguantan más de un año en su interior. "Algo" fantasmagórico ocurre en el lugar que ahuyenta a sus moradores. Y ese “algo” lo vivirán muy de cerca Juan y Sonia, un joven matrimonio que, con sus ahorros, ha decidido restaurar la mansión para criar allí a su pequeño bebé.
Álex de la Iglesia, a pesar de contar con un tema tan manido y poco original, sabe darle la vuelta a la historia. Con su cuidada y milimétrica realización, consigue momentos ciertamente interesantes. La película tiene clima, mucho clima. Y la tensión no se hace de rogar. Las atmósferas enfermizas e inquietantes son el pan nuestro de cada día para el artífice de La Comunidad. La Habitación del Niño, a pesar de su floja base argumental, le viene como anillo al dedo, mostrándose capaz de construir momentos de puro terror con la sola ayuda de un único personaje, armado de una sencilla cámara de vídeo y un monitor en blanco y negro, de esos aparatejos modernos que se colocan en el cuarto de los pequeños para controlar su sueño. Y, a través de ese monitor, irá viendo todo cuanto ocurre a su alrededor y que sus ojos no pueden captar sin la ayuda de éste. Ciertamente turbador.
En esta ocasión, ha dejado un tanto a un lado su particular sentido del humor. Pero no del todo, ya que aprovecha a algunos de los personajes para verter esa faceta tan característica de su cine, tal y como ocurre con el de Fernández (un magnífico, como casi siempre, Antonio Dechent), el jefe de la redacción del periódico en el que trabaja el aturdido Juan. Este último es interpretado, con seriedad, corrección y convencimiento por Javier Gutiérrez, rompiendo en parte el maleficio de haber dado vida al pijo Pocholo en el desconcertante y Asombroso Mundo de Borjamari y Pocholo, mientras que éste es secundado, a la perfección, por la siempre eficiente Leonor Watling, su esposa en el film.
Un trabajo menor de Álex de la Iglesia. Menor pero digno. Con sus escasos 75 minutos de duración, resulta tan digno que está muy por encima de otros trabajos, del mismo género, destinados a la pantalla grande. Por poner un ejemplo, de coordenadas paralelas y también de producción española, me viene a la cabeza esa pedantería vacía de Calparsoro que llevaba por título Ausentes. Y es que, en el mundo del cine, hay fantasmas y fantasmas. Y, evidentemente, unos tienen más clase que otros.
De la ampulosidad de su ambientación y decorados iniciales para representar el país y el Palacio de Zamunda, la cinta da un cambio radical a su llegada a Nueva York. A partir de ese instante, la estética imperante es la misma de las sit coms televisivas de esos años. Y no sólo la estética, ya que sus enredos y giros argumentales recuerdan mucho a ese tipo de comedias dirigidas al mayoritario publico de la caja tonta, aunque con una gracia y un desparpajo especial que éstas (en esa época) aún no tenían.
Está claro que El Príncipe de Zamunda es un producto fabricado para potenciar al máximo la figura de Eddie Murphy, una de las estrellas de color más taquilleras de los 80. Y Murphy, sabedor de su popularidad, consiguió lo que el público quería de él: sin desmadrarse y dándole un sabor especial a su príncipe rebelde, creó un personaje ciertamente curioso; un tipo culto y distinguido con un toque entrañable de bobalicón de tres al cuarto (o, al menos, así lo demuestra con su perenne e inmutable sonrisa Colgate). Un tontainas que, al igual de perdido que PacoMartínezSoria en la gran urbe y acostumbrado a las riquezas y comodidades de su tierra, aceptará los más bajos empleos con el fin de encontrar a una chica que lo descubra por su personalidad y no por su condición de sangre real. Y es que un joven, con un padre con la fenomenal voz de James Earl Jones, no se puede andar con chiquitas.
No contento con representar tan sólo al príncipe Akeem, Murphy interpretó, bajo un perfecto maquillaje de Rick Baker, a tres personajes más, a cual de ellos más delirante: un predicador voceras, un barbero pirrado por el mundo del boxeo y a un anciano blanco amante de los chistes baratos. Sencillamente genial. Igual de genial que los otros tres personajes a los que dio vida su lacayo Semmi, el actor Arsenio Hall: un travesti dispuesto a conseguir el amor de Akeem, un cantante de soul a imagen y semejanza de James Brown y al colega del barbero pugilista, un tipo que no para de engullir comida basura, al tiempo que su socio habla excelencias de boxeadores negros mientras corta el cabello a sus clientes.
No busquen en El Príncipe de Zamunda una obra maestra ni un film genial. Se trata, simplemente, de un trabajo sencillo, correcto y agradable, cuya mejor alianza se hallaba en ese feliz reencuentro del Landis de finales de los 80 con el Landis de los 70; un reencuentro que, finalmente, no tuvo consecución en títulos posteriores. Aquí queda esta fábula entretenida, llena de cebras, jirafas y elefantitos poblando el país de Zamunda. Una fábula con el espíritu beneplácito del maravilloso mundo del Frank Capra más clásico. Y con un pequeño toque crítico, y un tanto cínico, para con los establecimientos McDonald’s y similares, lugar en el que acaba empleándose, como barrendero, ese humilde Akeem con ganas de vivir nuevas experiencias.
Eriq La Salle (el inefable Dr. Benton de la serie Urgencias) y Samuel L. Jackson, también se pasearon por el mundo del príncipe Akeem. Ambos en sus primeros pinitos en el mundo del largometraje: el primero, como el novio engominado de la amada de Eddie Murphy; el segundo, como el atracador frustrado de un restaurante McDonald’s (McDowell’s en el film).
Otro actor de color, del que no pienso desvelar su nombre y en su más tierna infancia, también debutó en este film como figurante. Concretamente, en una de las escenas de la barbería en la que Murphy y Hall multiplican sus roles. El actor misterioso está sentado en la butaca del barbero. Si observan bien el siguiente YouTube, seguramente descubrirán de quién se trata. El primero de ustedes en decir su nombre, será el ganador de un nuevo Gallifante virtual. Tan sólo les avanzaré que este niño, ahora ya crecidito, tiene un Oscar en su poder.
El Tigre de Esnapur y La Tumba India. Una detrás de la otra, con un mínimo descanso para ir al esmerado servicio de bar. O sea, a la nevera, para servirme un refresco con mucho hielo y poder seguir con las aventuras propuestas por un ya mayor Fritz Lang en su retorno a Alemania, tras una fructífera y larga etapa en los EE.UU. De hecho, las cintas se filmaron entre la India y su país natal, lugar que escogió para rodar todos los interiores y construir unos atractivos y exhuberantes decorados.
Dos films de aventuras totalmente dependientes el uno del otro. Dos films que, en muchos aspectos, influyeron en la obra de cineastas posteriores. Sin lugar a dudas, Steven Spielberg, para afrontar Indiana Jones y el Templo Maldito, aprovechó muchas de las ideas -tanto narrativas como escenográficas- vertidas por Lang a lo largo de ambos títulos.
Por lo dicho anteriormente, resulta muy difícil (por no decir imposible) juzgar las dos películas de manera independiente, pues cualquiera de ellas no tendría sentido sin la existencia de la otra. Por ejemplo, la primera entrega, El Tigre de Esnapur, termina justo cuando la pareja de amantes protagonista, una bailarina hindú y un arquitecto alemán, están a punto de morir tras una tormenta de arena en pleno desierto. Ese es el momento en el que una voz en off avisa que el destino de esos personajes quedará totalmente resuelto en su continuación, La Tumba India.
Ambas películas están basadas en una novela de aventuras de Thea von Harbou. Una novela que ya se había adaptado para la gran pantalla, con anterioridad, en los años 20 y 30. Por tercera vez en su carrera, Fritz Lang abandonó la fotografía expresionista en blanco y negro que tanto caracterizó a su cine y experimentó a fondo con el color. Y precisamente, gracias a esa fotografía, consiguió efectos visuales realmente impresionantes, mostrándose como un verdadero perfeccionista. No hay una sola imagen, en todo el metraje, en la que no combine, de manera soberbia, las diferentes tonalidades y colores utilizados. Visto hoy en día, ese tratamiento colorista y la peculiar escenografía utilizada resultan de lo más avanzado y original.
Por tratarse de un film de aventuras, no se trata de una historia simple y vacía. Es un ingenioso y valioso entretenimiento en el que se mezcla un poco de todo, empezando por el exotismo que marca a ambos productos. Bailarinas sensuales, aguerridos aventureros, hindúes perversos, un grupo de leprosos a punto de convertirse en terribles zombis y un nutrido muestrario de animales feroces, son algunos de los personajes que se pueden encontrar a lo largo y ancho de las dos entregas. Amor, comedia y horror. Fritz Lang no se olvidó de nada en la construcción de sus films. Y, por si fuera poco, monta una conspiración palaciega, de mucho cuidado, para destronar a un maharajá con cara de Harrison Ford y con la piel pintarrojeada de marrón; conspiración en la que se barajan malos rollos familiares, innumerables conflictos de intereses, celos y cierto regusto perversillo por el sádico arte de la tortura.
A pesar de sus grandes y numerosos aciertos, también he de decir que a El Tigre de Esnapur le cuesta bastante entrar en materia, pues se pierde en detallarnos en exceso las riquezas y lujos del palacio hindú en el que se alojan, como invitados, la bailarina Seetha y el arquitecto alemán Harald Berger, extralimitándose asimismo en las danzas de la muchacha y el retrato del inicio del romance de ambos. La aventura, el misterio y la intriga empiezan demasiado tarde. Pero cuando lo hace, lo hace a saco y con todas las consecuencias. El momento ideal para crear un particular coitus interruptus cinéfilo y dejar al espectador colgado hasta su siguiente entrega, mediante un final que no duda en homenajear a otro the end antológico, el de King Vidor para Duelo al Sol, en el que dos amantes, al borde de la muerte y tumbados en el suelo, hacen un último esfuerzo físico para juntar sus manos.
Una película llena de escenas inolvidables y ya clásicas dentro del género, con un protagonista masculino erróneo y soso (Paul Hubschmid) y con un par de bellezas femeninas a tener en cuenta: la prusiana Sabine Bethmann y la norteamericana Debra Paget. La primera, rubia y guapa, es de aquellas mujeres que habría querido Hitchcock -en sustitución de Grace Kelly- para su cine: la preciosidad occidental por excelencia; la segunda, morena y sensual, es la tentadora bailarina hindú ideal para representar una de las escenas más eróticas del cine de Lang: la de la danza de la serpiente; una danza que, sin lugar a dudas (y teniendo en cuenta la época en que se estrenó), debió dejar a más de uno sin aliento.
El Tigre de Esnapur y La Tumba India. Dos en uno. Un divertimento kitsch y único al que, de todos modos, el paso de los años ha dañado en algunos (pocos) aspectos ya descritos con anterioridad. En cambio, en otros, logra ser más actual que el cine más vanguardista. La escena con los leprosos encerrados en las catacumbas, intentando darle un pellizco a las nalgas de Sabine Bethmann, o la citada danza de la serpiente erecta, son un buen ejemplo de ello.
Y para que tomen buena nota del baile, les dejo la parte más interesante de la escenita de marras en el YouTube. Espero no se embrutezcan al igual que el reptil.