31.10.04

Santito

Esta noche es noche de difuntos, Halloween. Haga como el mítico héroe mejicano y sorprenda a los vecinos disfrazando a su hijo de Santito, el Enmascaradito de Plata.

30.10.04

Tolkien aún no estaba allí

Peter Jackson es un hombre que está de moda. Un neocelandés, criado bajo el amparo del más estricto cine gore que, sabiamente, ha sabido encontrarse un hueco entre los grandes de Hollywood gracias a la trilogía sobre El Señor de los Anillos y que, en la actualidad, está preparando una nueva versión de King Kong.

Quizás sea ahora el momento oportuno de recuperar una de los títulos más atípicos de su filmografía. Un título del que, extrañamente ya casi ni se habla cuando se repasan los trabajos de éste director. Se trata del encomiable Criaturas Celestiales, en el que, basándose en un hecho real, consiguió hacer un excelente retrato de una relación, amistosa y de amor, entre dos jóvenes y fantasiosas adolescentes, que desembocó en un acto trágico y violento en el pueblo de Christchurch (Nueva Zelanda) durante el año 1954.

Criaturas Celestiales es una cinta llena de interesantes segundas lecturas (en nada pedantes) y dotada, al mismo tiempo, de un guión magistral que cuestiona, sin ningún tipo de complejos, la discutible culpabilidad de la brutal reacción de las chicas protagonistas ante una situación extrema, cuando, en todo momento, se sienten marcadas por los actos de sus propios padres. La película en sí es una verdadera lección narrativa, capaz de dejarnos la sangre helada en más de una ocasión, mientras que en otras logra hacernos sonreír gracias a su cínico y bien empleado sentido del humor.

Un film emotivo en el que todo cuadra a la perfección. El buen hacer de las dos jóvenes protagonistas (Kate Winslet, 3 años antes de saltar a la fama gracias a Titanic, y Melaine Lynskey), sus múltiples homenajes a personajes de toda la vida (Mario Lanza, James Mason y Orson Welles) y, ante todo, la ácida crítica a dos clases sociales antagónicas representadas, en este caso, por los padres de las chicas. Y todo ello dejando clarísimo, de manera contundente, el error que demuestran muchos sectores radicales cegatos a la hora de juzgar, erróneamente, una malentendida relación homosexual.

Curiosamente, Peter Jackson, tras haberse iniciado en el cine a través de su violenta y divertida Bad Taste (Mal Gusto) –una película de culto entre los amantes del gore-, casi una década más tarde apostó en éste, su cuarto largometraje, por un caso verídico, sin renunciar, por ello, a utilizar escenas de tono fantástico y onírico, brillantemente filmadas, en su narración. Tanto es así que, con la sola ayuda de una inquietante cámara, en constante movimiento, inmortalizó un sinfín de secuencias intachables e inolvidables, como la de la visita al interior de un maraviloso castillo o aquellas en las que hacía referencia a las continuas alucinaciones fantasiosas de sus dos protagonistas.

Vista con el paso del tiempo, y a pesar de haber quedado injustamente relegada en un segundo lugar, es de alabar el valiente giro que hizo el director en su carrera, tanto en género como en estilo. Un giro que, seguramente, le sirvió para ir escalando posiciones hasta su status actual.

Yo, personalmente y sin ansias de provocación alguna, me quedo con este Jackson. El Jackson de Criaturas Celestiales.

29.10.04

En pocas palabras: máscaras alimenticias

El tipo regordete del traje blanco es Santo El Enmascarado de Plata. Como pueden observar, son unas máscaras especiales para asistir a banquetes y que el hombre, para darle vida a esa panza, pudiera comer sin mancharse el típico atuendo.

El del traje a cuadros también tiene tela.

La sombra de una duda

No es de extrañar que últimamente el género documental, en el cine, esté empezando a tener un buen reconocimiento. No me cabe ninguna duda de que Bowling for Columbine tuvo mucho que ver en ese amplio despegue. Es una buena arma para cualquier cineasta con ganas de contar cosas sobre una sociedad y un mundo que, entre todos, estamos maltratando. Unos, como en el caso de Michael Moore (lástima ese egocentrismo), se dedican a darle caña a sus gobernantes y otros, como en el de Andrew Jarecki, al sistema en sí mismo, utilizando para ello un caso real que puso en vilo a la Norteamérica de finales de los años 80. La película es Capturing the Friedmans y, para todos aquellos que no tuvieron ocasión de verla en su estreno, pueden recuperarla ahora a través de las emisiones de Canal +.

Durante más de tres años, Jarecki estuvo siguiendo y entrevistando a varios miembros de la familia Freidman para mostrar, a la luz pública, lo fácilmente que se puede derrumbar la esperanza de ese tan cacareado sueño americano en el seno de una típica familia acomodada, de clase media –con tres hijos varones-, que, de la noche a la mañana, dejó a un lado su apacible existencia para verse sumida en un verdadero infierno. Todo empezó cuando la policía descubrió, casualmente, que Arnold Friedman, el padre de familia, recibía, a través de su correspondencia diaria, alguna que otra publicación sobre pornografía infantil. Una orden de registro le confiscó centenares de revistas pedófilas y, casi al momento, acabó siendo detenido, junto a Jesse, su hijo mediano, acusados de pederastia. Sobre los dos pesaban varias inculpaciones en las que se mezclaban todo tipo de abusos sexuales, practicados durante más de cuatro años, con menores de edad. Ello ocurría en la pacífica y encantadora localidad de Great Neck, en Long Island.

La cinta es sobria, seca, concisa. Por momentos estremecedora. Capturing the Friedmans no sólo se sustenta de las conversaciones con miembros de esa familia y gente cercana a ellos. Cuenta con otro tipo de documento inapreciable. Valiosísimo y cínico a la vez, ya que el realizador ha tenido acceso, por una parte, a las viejas películas familiares que rodó, durante muchos años y antes de explotar el escándalo, el propio Arnold Friedman, pudiendo asistir de este modo a viejas fiestas familiares en donde demostraban ser una unidad compacta ejemplar y, por otra parte, a todo el material filmado que, a modo de docudrama, fue captando David Friedman, el hermano mayor, a partir de ese descubrimiento que marcó, para siempre, la integridad de esa estirpe y que empezó a resquebrajarse por completo.

Las pésimas (o nulas) relaciones sexuales con su esposa, el reconocimiento de ésta de abrigar pequeñas sospechas sobre la vida privada de su marido, la sorpresa del cuñado de estos al enterarse de la realidad que escondía su propio hermano e, incluso, la pequeña esperanza de que todo fuera un complot policial urdido contra ellos, lo va desgranando Andrew Jarecki como quien no quiere la cosa, manteniendo las distancias y no tomando partido en ningún momento, dejando que sea el propio espectador, por sí solo, quien pueda despejar la sombra de aquellas dudas que la historia le pueda ofrecer. Momentos ciertamente escalofriantes, como las confesiones solitarias de David, el mayor de los hermanos, ante su propia cámara, los enfrentamientos de toda la familia con la madre Elaine, la presencia –en espera de su juicio- de unos dubitativos y distantes Arnold y Jesse en su domicilio o las clarificadoras declaraciones del abogado de Jesse, el mediano inculpado, hacen de éste un documento único que, a momentos, puede llegar a golpearles furtivamente, como aquellos en que el viejo Arnold se digna a abrir la boca y, gota a gota, va reconociendo su secreta perversión. Espeluznante.

Esa sociedad yanqui, modélica e intachable, tal y como nos la quieren vender sus insolentes gobernantes, día tras día, queda completamente reflejada, en su lado más oscuro y morboso, por un film durísimo, cautivador y singular en su género.


Jesse y Arnold Friedman esposados

28.10.04

Santo, ese hombre

Esta mañana ha caído en mis manos una joya en formato de DVD. Y no he podido aguantar ese morbo especial que me ha dado y, rápidamente, aún sin afeitar ni lavar, en pijama y zapatillas, me he puesto a mirarla. Se trata de una película más, mejicana, de la serie sobre Santo el Enmascarado de Plata, ese luchador encomiable que no se sacaba la máscara ni en sus momentos más íntimos y que, totalmente inconsciente de ello, potenció su estupidez al máximo, a través de un sinfín innumerable (e interminable) de títulos, a cual peor, en los cuales, se enfrentaba contra todo tipo de seres malignos y poderes satánicos. En este caso se trata de Santo en El Museo de Cera, co-dirigida por Alfonso Corona Blake y Manuel San Fernando. Aunque, en los films protagonizados por el aguerrido Santo, lo que menos importa es su director. Fuera quien fuese el que estuviera detrás de la cámara, todas esas películas tenían los mismos defectos.

No nos engañemos. Los títulos de ese luchador enmascarado son subproductos más bajos, si cabe, que toda la serie de películas que, en Norteamérica, filmó Ed Wood. Parece imposible, pero así es. Todos, del primero al último, pecaban de infantilismo e inocencia, pero su visionado siempre asegura una diversión sin límites. No por su historia, ni su filmación, todo lo contrario. Sus guiones eran de lo más delirante y su realización dejaba muchísimo que desear. Montaban una cámara y Santo, delante de ésta, disertaba hasta por los codos -para indicar así su sabiduría como efectivo investigador- y se daba de leches con todo aquel que le plantara cara. Ahora un monstruo, después un alienígena o un ser diabólico. Pero no vean que seres más cutres y horteras amenazaban la seguridad de nuestro héroe y de la sociedad mejicana. Incluso, a veces, de la Humanidad. Ellos, esa fauna peculiar de toda la extensa filmografía de Santo, por sí solos, se merecerían estar en un cuadro de honor.

En este caso, nuestro solitario enmascarado, deberá investigar las inexplicables desapariciones de varios ciudadanos de México D.F. Desapariciones, todas ellas, cortadas por un mismo patrón, ya que, en todos los casos, las víctimas acababan de visitar un tenebroso museo de cera, el Museo de Cera del Doctor Karol (Claudio Brook, un tipo de extraordinario parecido físico con Michael Rennie, aquel famoso marciano del ya célebre Klaatu Barada Nikto). Llevando una investigación paralela a la de la policía, Santo empezará a sospechar del tal Karol, un tipo siniestro y con un pasado oscuro. Y es que en donde Santo pone el ojo, pone la bala, ya que el perverso tipo, un mad doctor de mucho cuidado, secuestra a víctimas inocentes para reconvertirlas en estatuas para su particular galería del horror. Una galería, por otra parte, que es todo un homenaje (un tanto palurdo) a los clásicos de terror de la Universal de los años 30, ya que en ella tiene expuestos a todos los seres diabólicos que protagonizaron aquellas entrañables cintas, desde la criatura del doctor Frankenstein a un grupo alucinante de hombres lobo que, más que licántropos, parecen cerdos humanos peludos.

Han de tener en cuenta que, una década antes, en 1953, André de Toth había triunfado en todo el mundo con una cinta rodada en 3 dimensiones, Los Crímenes del Museo de Cera y que, a los responsables de la serie sobre el luchador plateado, les molaba un montón copiar éxitos norteamericanos. Aunque su especial remake les quedó realmente psicotrónico. No sé quién fue el descubridor del término psicotrónico para este tipo de productos pero, realmente, el individuo, dio en el clavo del todo. Psicotrónica y delirante. Por absurda y ridícula. Y alucinada. Ésta, en concreto, tiene un par de momentos ciertamente jocosos. Uno de ellos es el primer encuentro entre Santo y el doctor Karol. Ambos desgranan un diálogo apto para besugos. Inolvidable, la verdad. El otro es el primer contacto del enmascarado con la hermana y el futuro cuñado de una chica desaparecida, a la que el mad doctor de turno tiene ganas de convertir en la mujer pantera. No tiene desperdicio, tanto por las cosas que se cuentan entre ellos como por sus innumerables errores de racord. Y en un tiempo mínimo todo ello, en menos de tres minutitos.

El resto, si alguna vez han visto alguna película de éste personaje, es lo de siempre. Numerosas luchas y persecuciones con seres deformes de todo tipo y la inevitable y habitual aparición de un policía, fumando en pipa y con el sombrero calado, que intenta aclarar, con su explicación, todo lo que el guionista no ha sabido plasmar hasta el momento. Y la verdad es que tampoco aclara nada de nada, ya que tras esa charla, un monólogo en el que normalmente Santo presta una atención absoluta, el espectador se queda igual que antes. Pero Santo no. Santo es más inteligente que cualquiera de nosotros y rápido ata cabos. Incluso sorprende al policía demostrándole que sabe de la historia más que él. Y lo resuelve solito. A base de hostias y estrafalarias llaves grecorromanas. Para sacarse el sombrero.

Y, como siempre, nos suelta tres combates de lucha libre en el cuadrilátero. Una película de Santo no sería una película de Santo (valga la redundancia) sin este detalle. Siempre tiene que haber alguna cosa que sobra, como ocurría, salvando las distancias, en las películas de los hermanos Marx con los números musicales. Y aquí son esas luchas en el ring que, curiosamente, en ésta, aún tienen su pase, pues, rompiendo costumbres, Santo se las da y se las compone con un par de luchadores sin máscara. Un francés, bastante amanerado aunque chuleta, y el mejor de todos, un gran hallazgo, casi, casi, lo más impactante de éste título: el Cavernario Galíndez, un tipo bajito, con una mala leche imponente que, tras caerse del ring, debido a una fuerte arremetida del héroe enmascarado, se encabrona y, para calmar su furia, arremete a mamporrazo limpio con los espectadores de las primeras filas.

Otro día les seguiré hablando de Santo. Y es que este hombre, en mis momentos más bajos, me da unas alegrías inenarrables. Mientras, si no lo conocen, háganse con uno cualquiera de sus títulos. No se arrepentirán. Y véanlo con más gente. La diversión está asegurada. No tiene rival.

27.10.04

Bailar en la oscuridad

Héteme aquí que no escarmiento y me enfrento, esta mañana, a Zatoichi, la última película estrenada en nuestro país de Takeshi Kitano. Y digo que no escarmiento porque, hasta ahora, consideraba a este hombre como el alter ego oriental de Ripstein. Nunca, hasta hoy, había aguantado una película entera de Kitano, a pesar de que la mayoría han sido ensalzadas por todo tipo de gente, capaces, incluso, de compararlo con Scorsese o Jean-Pierre Melville. Y eso, señores, es llegar muy lejos a la hora de comparar. Y digo yo, ¿qué tiene que ver la gimnasia con la magnesia? Pues esto, que después del fiasco que supusieron para mi Sonatine y Hana-Bi (Flores de Fuego), decidí distanciarme durante largo tiempo de su filmografía. Una filmografía, en general, pedante, truculentamente metafísica y, para que voy a negarlo, de guiones rocambolescos y ciertamente mal narrados. Pero hoy he decidido romper esa especie de juramento, más que nada para contentar a mi cuñado Absence, todo un lince el hombre a la hora de venderme productos que, conscientemente, sabe que no serán de mi agrado.

Zatoichi, a pesar de que muchos han asegurado que se trata del distanciamiento de este autor respecto a sus trabajos anteriores, les puedo asegurar que sigue siendo lo mismo de siempre. Aunque un pelín mejorado, con variaciones, quizás más pulido en su montaje y con algún que otro acierto que no tenía en sus loados títulos anteriores. Con esto no quiero decir que sea una buena película, aunque sí lo suficientemente soportable (por tratarse de quien se trata) como para resistirla enterita, hasta el final. Pero el hombre sigue empeñado en complicar el producto y, como siempre, deja puntos de la historia sin resolver, amén de que continúa embarullando toda la narración con sus habituales flash-backs (ya existentes en todas sus películas), insertados a mala leche y rompiendo cualquier tipo de coherencia.

En este caso, amparándose en otros largometrajes anteriores y en una serie televisiva de los años 60 (nunca vista en España) sobre el mismo personaje, Kitano nos presenta a Zatoichi, un samurai ciego, masajista, solitario y parco en palabras. Un personaje que, por otra parte y debido a todo esa mitología cinéfila anterior sobre él en Japón, ya era de sobras conocido en el mundo oriental, habiéndose convertido, allí, en una especie de Indiana Jones espadachín y al que, por cierto (según dicen), el realizador ha cambiado en muchos aspectos. En este film, dotado de cierto aire cercano al western más clásico, Zatoichi es un justiciero solitario que, aliándose con un par de “hermanas” gheisas que buscan vengar el asesinato de toda su familia, intentará poner orden en una pequeña aldea, allá por 1860, dominada por un peligroso y violento clan dispuesto a explotar, al precio que sea, a todos sus habitantes. Y de paso, arreglar una vieja cuenta pendiente.

El propio Kitano da vida a Zatoichi, el héroe ciego. Y precisamente, esa inexpresividad estreñida, habitual en el autor, le va como anillo al dedo al masajista samurai. Un samurai, por otra parte, altamente diestro con los dados y el sable, a pesar de su avanzada edad y de su caminar arqueado. De un solo sablazo puede derrotar a tres o más enemigos y, entre colgada y colgada argumental (que hay muchas, demasiadas), Zatoichi entretiene al respetable a partir de desgarros y exageradísimos chorretones de sangre. Ríanse ustedes de la masacre final del primer volumen de Kill Bill, que esta película tampoco se queda manca.

Y no sólo de violencia se alimenta Zatoichi (a veces gratuita), sino que al Kitano parece haberle entrado el gusanillo por la comedia, y se queda descansado cada vez que intenta colarnos, a la fuerza, algún que otro chiste. Chistes de palurdos, aviso, no se vayan a creer que ha nacido un nuevo Blake Edwards de ojos rasgados, ni mucho menos. Chistes nada sofisticados y burdos. Y, de vez en cuando, para paliar ese humor socarrón, se pone serio y apunta hacia temas más conflictivos, como aquí hace con la pederastia, la prostitución infantil o el travestismo. Y así, entre mamporros, sablazos, sangre a borbotones, gags bobalicones, flash-backs no muy explícitos y anotaciones de cine comprometido, avanza la película.

Y, curiosamente, le funciona más que en otros olvidables productos suyos porque, en éste, tiene momentos redondos. De esos momentos que te hacen pensar que la película acabará de arrancar finalmente. Pero no arranca. Queda en eso, en esos instantes magnéticos, maravillosos, como la escena de la lucha de Zatoichi, bajo la lluvia, con un grupo de espadachines. Instantes aislados que, al fin y al cabo, consiguen que la película no sea tan aburrida como esperaba.

Personalmente, le vuelvo a dar un pequeño voto de confianza a Kitano. Más que por el título en sí, por su fragmento final. No voy a colar ningún spoiler, ya que ese segmento no rompe en nada su argumento. Y es que Kitano, por sus huevos, termina la historia con un gran y sonoro número musical, en donde todos cantan y bailan desaforadamente en un gran escenario. Y no es una coreografía típica, de esas en plan Minnelli, hollywoodiana, por mucho claqué que haya. El muy zorro se disfraza de Lars von Trier, plagia la música de Björk y nos mete la danza en el cuerpo. Y ese final, por mucho que me duela el decirlo, es ser valiente y original. Y eso que no es santo de mi devoción. Vaya, ni el Kitano ni la Björk.

26.10.04

Secretos de un matrimonio

El médico no me ha querido dar de alta aún. Que acabe de matar del todo esa tos y la próxima semana, a correr. O sea, que no tendrán estrenos de cartelera, en esta página, hasta el martes o miércoles. Al galeno no le he comentado que, posiblemente, mi lenta recuperación sea debida a que, en horas perdidas, me desatino con películas como la que les colgué ayer. Por eso, para darme un alegrón y aprovechando su edición en DVD, el pasado septiembre, vuelvo a mirar, por enésima vez, uno de los títulos más emblemáticos de la carrera de Stanley Donen. Estoy hablando de Dos en la Carretera, una excelente cinta que, tras su nuevo visionado, me ha devuelto la ilusión por eso del cine.

Y es que Dos en la Carretera tiene de todo. Y bien puesto. Mezcla inteligentemente la comedia con el melodrama y consigue, como quien no quiere la cosa, una de las mejores disecciones de la vida matrimonial, siguiendo, para ello, las relaciones de una pareja durante 12 años. 12 años en los que han ido sorteando varios baches. Han crecido. Se han descubierto sus defectos. Y sus virtudes. Han evolucionado, bien o mal, pero han evolucionado. Han rectificado a veces. Otras se han mantenido en sus trece. No es una autopsia de las que haría Bergman, ni mucho menos. Es una autopsia alegre, cínica y con cierto toque de amargura. Y, ante todo, original.

Sigue la evolución (o la caída) de ese matrimonio a través de unos cuantos viajes por Europa. Siempre durante sus vacaciones, tirando hacia atrás y hacia delante en el tiempo, influenciado -como estaba Donen en esa época- por la nouvelle vague francesa. Buscando paralelismos y coincidencias, momentos alegres y tristes. Jugando a descubrir el porqué de la degradación de dos personas que se amaban. Y que, de hecho, se siguen amando; un poco para guardar las apariencias y otro poco por comodidad, por costumbre. Y logra emocionarnos sin truculencias, jugando con la verdad, aunque hiriendo sentimientos. Al menos a mí. No recuerdo un solo pase de Dos en la Carretera en que no haya tenido que disimular alguna lágrima, de esas furtivas, de las que aparecen cuando menos te lo esperas, cuando ese matrimonio, en medio de una fuerte crisis, vuelven a sincerarse y a tolerarse. Y lo consiguen, no siempre hablando, a veces gracias a la tontería más fugaz. Y vuelve a acomodarse.

No olvidemos que para ello, Donen contó con un guión mayúsculo, el de un tal Frederic Rapahel, que supo mezclar, sin disonancias, los diversos episodios del matrimonio Wallace, ofreciendo cierta complicidad visual al espectador para reconocer, a través de sus ropas, peinados o, simplemente, sus medios de locomoción, en que etapa cronológica se había trasladado la cámara, Y arropándolo perfectamente, Donen con su cámara, guiando al gran Christopher Challis, para fotografiar cada momento con su tono adecuado y así, montar definitivamente el puzzle con que desgranaba esos doce años de convivencia, llenos de felicidad y malentendidos.

Dos en la carretera no acaba aquí. Sin su pareja protagonista no hubiera sido lo mismo. Albert Finney y Audrey Hepburn. Inmensos. Insuperables. Él, como actor, nunca acabó de caerme bien, pero en ésta película no podía haber estado mejor. Y ella... ¿qué decir de Audrey Hepburn, musa de musas? A punto estuvieron de nominarla por esta interpretación, pero la Academia de Hollywood decidió hacerlo, ese mismo año, por otra trabajo también soberbio, el de la creación de una ciega, acosada por unos asesinos despiadados, en el excelente thriller de Terence Young, Sola en la Oscuridad. Vale la pena recordar que en el film de Donen también salía, en una de sus primeras intervenciones en el cine, una jovencita llamada Jacqueline Bisset, en un breve pero sintomático papel.

Y no crean que me olvido de lo mejor. Qué va. Lo mejor de lo mejor. Lo más grande. Esa melodía inmortal de Henry Mancini que acompañaba al señor y a la señora Wallace por todas sus rutas, puntuando sus riñas y suavizando sus rencores. Y es que Mancini era Mancini. Su mejor adjetivo era su propio apellido.

25.10.04

El camarero y... ¡la puta de oros!

Hoy me he vuelto a enfrentar con una cosa de aquellas que te tumban de espaldas, de buenas a primeras. Y no porque el tema sea impresionante y sobrecogedor. No, que, va, nada de eso. Te tumba por soporífera, por pedante, por sus cargantes segundas lecturas, por enfermiza, por... Seguiría dando numerosos motivos para que ninguno de ustedes se atreva a mirar La Virgen de la Lujuria, un engendro parido de una mente calenturienta y obsesiva, la del mejicano Arturo Ripstein. Les aseguro que he visto muchos cuelgues de Ripstein, pero como éste, ninguno. Ha significado mi adios definitivo al cineasta. Para mí se ha acabado totalmente ese universo tan sofocante e intelectualoide de Ripstein.

Sin embargo me resulta curioso y alarmante que cuatro sabios aún lo tengan bien considerado, como uno de los maestros “indiscutibles” del cine mejicano actual. Déjenme que me ría yo de eso. ¿Maestro de qué?. Recuerdo que, en los años de escuela, también tenía algunos maestros que, precisamente de eso, de maestros, no tenían nada. Ni el bolígrafo, que era un miserable Bic.

La película es como un cocktail ensombrecido y teatral (falta el apuntador en una esquina) que baraja, sin orden ni concierto, multitud de conceptos dispares para escupirlos a la cara del espectador sin miramiento alguno, ambientándolo todo ello allá por los años 40, en la ciudad de Méjico y, concretamente, en unas galerías interiores, a las que parece que el tal Ripstein les agarró un cierto cariño, ya que no sale ni por asomo, con la cámara, de allí dentro en todo su apabullante metraje (dos horas y media de esas que parecen cuatro). Y, para hacerlo todo más patético, puebla su película de una fauna totalmente inconexa de personajes desarraigados y sombríos, interpretados por un plantel de actores forzadísimos que parecen en, todo momento, estar recitando un libreto, al estilo de aquel viejo teatro encorsetado en el que todo sonaba a muy falso y exagerado. Como ejemplo, sólo les diré que Incluso la Ariadna Gil está de lo más desgraciadita en este título. Da hasta cierta grima verla actuar... aunque está buenorra, todo hay que decirlo.

Todo ello para narrar una historia de amor imposible, entre un camarero tontainas y una puta sin remisión. El primero se cuelga totalmente de la prostituta, pero ésta, una borrachuza y drogadicta de mucho cuidado, pasa de él y sigue soñando con volver al lado del tipo que, según ella, mejor se la folló. ¿Y saben quien resulta ser el gran follador? Pues un enmascarado. Si, tal como lo leen. Un profesional de la lucha libre, de esos enmascarados, como Santo o Blue Demon, pero, por lo que cuentan de él, con una polla de oro. Cuidado con el potrillo enmascarado ese. Y la tía, empecinada en dar con éste otra vez, utiliza al camarero como le sale de los ovarios. O, mejor dicho, como le sale de los pies, ya que el doméstico bobo, el único contacto sexual que tiene con ella es cuando se pone a chuparle los pies, dedo a dedo y durante muchos minutos. Y varias veces a lo largo de la proyección. ¡Aguanta mamonada total!. Y aquí no acaba todo, pues no se sabe bien porqué, aparece un grupo de republicanos españoles exiliados, encabezados por Juan Diego, que se pasan las tardes de tertulia en el bareto, intentando comerle el coco al barman, que, según ellos, está explotado por su jefe.. Pero a mí me da que, en realidad, lo que quería el Juan Diego es que el obrero maltratado de las piececillos le cocinara, de tanto en cuando, una buena fabada, para dejarse de tantos chiles y recordar un poquito el sabor de la madre patria. Además, creo yo que, posiblemente, sea esa la única idea central coherente del pastiche éste. Y no otras, por mucho que el Ripstein se empecine en anotar. ¿Saben que, aparte de todo lo expuesto y para más cachondeo, el tío de los lenguetazos a los pies, para borrar de su mente la figura de la puta, empieza a obsesionarse en asesinar a Franco?... Y va y, como gran golpe final, en su último acto, veinte minutitos extras. Nos quita el color y, en blanco y negro, representa una obra teatral, como esas progres de finales de los setenta, plagada de simbolismos y con enmascarados de torso desnudo, en la que incluso le pegan un balazo a un busto del dictador ferrolano. ¡Vaya doble lectura tan potente! De pena, oigan. Pero de pena, pena, pena.

Tendrá mucho fondo, mucho movimiento de cámara y mucha gilipollada, pero el cine de arte y ensayo ya murió hace unas cuantas décadas. Ahora sólo lo hacen destinado a cuatro tipos –siempre los mismos- que, en realidad, se aburren mucho ante según que obra, pero, para cuidar las apariencias y no quedar como incultos ante otros burros que les comen a sus pies (como el camarero), han de aparentar que han disfrutado como cosacos. ¡Que grandes cuentistas! ¡Que majaderos! Y lo digo de verdad, no me entra en mi cabecita que alguien haya podido disfrutar con esta cosa. Por cierto, ¿tendremos para mucho aún con según que vacas sagradas?

Y para acabar, vuelvo a insistir en lo mismo. La Virgen de la Lujuria es mala. Muy mala. Lo digo así, llanamente. No tengo otras palabras más clarificadoras. La Virgen de la Lujuria, con perdón (o sin él), es una PUTA MIERDA. Y que nadie se ofenda. El ofendido tendría que ser un servidor, por aguantar durante más de dos largas horas los demonios personales del director. ¡Venga, señor Ripstein, váyase al psicoanalista y déjenos en paz!

Si quieren rematar esta sesión, pinchen aquí y asómbrense de las opiniones (o alucinaciones) que el propio Ripstein vierte sobre su film.

Buffff!!!! Que descansado me he quedado, créanme.

24.10.04

Atrapa a un ladrón

La riviera francesa debe ser un escenario ideal para retiro de viejos ladrones de guante blanco, sofisticados en sus golpes. John Robie “Gato”, el personaje interpretado por Cary Grant en la excelente Atrapa a un ladrón, eligió ese enclave para disfrutar su jubilación, aunque lo sacaron de ese descanso una serie de robos basados en su clásico estilo. No hace mucho, Neil Jordan, con El Buen Ladrón, recuperó a ese John Robie, el sofisticado ladrón, para maltratarlo duramente, haciendo de su jubilación un verdadero infierno y otorgándole un nuevo nombre, el de Bob. Bob, a secas. Y ese nuevo nombre es debido a que, en realidad, se trata de un remake (bastante libre) de Bob le Flambeur, un título de uno de los grandes del cine negro francés, Jean-Pierre Melville. El Buen Ladrón la pueden recuperar ahora gracias a su edición en DVD, una película que, por otra parte, no tuvo (inmerecidamente) mucha repercusión en taquilla.

Bob es Nick Nolte. Un Nolte sublime, atractivo, magnético, como casi siempre. Bob había sido un mago en eso de los golpes perfectos. Bob vive de tiempos pasados, gastando su vieja fortuna en oscuras partidas de póker y en el jaco que se inyecta a menudo en sus venas. Bob ha cambiado la adicción del robo por la adicción al caballo. Y nunca mejor dicho lo del caballo, porque Bob acaba jugándose lo poco que le queda en una maldita carrera de caballos. Y lo pierde. Sólo le queda en casa un atractivo cuadro de Picasso (que lo ganó en Pamplona, según cuenta, en una apuesta con el propio pintor), un amigo magrebí al que tiene en alta estima y una joven menor de edad, prostituta y heroinómana, a la que acaba de retirar de las calles. Bob es buena persona y se preocupa por las almas perdidas. Y aunque sus creencias religiosas son mínimas, inexistentes, querría ser como el buen ladrón, aquel que ocupó la cruz a la derecha de Jesucristo para alcanzar el cielo lo más fácilmente posible. La propuesta de un nuevo golpe le hará cambiar sus previsiones de futuro. El lugar: el Casino de Montecarlo, horas antes del popular Grand Prix. Bob piensa que ya es hora de arreglar su vida ya que, como el mismo dice, a cierta edad, el futuro disminuye y el pasado aumenta. Al menos, que ese futuro cortito sea más como el previsto por el John Robie de Cary Grant.

Con El Buen Ladrón, Neil Jordan ha urdido una trama ciertamente atractiva y, en parte, sorpresiva. Es de esos títulos que van cambiando, a golpe de guión, el devenir de todos sus personajes. Sin ir más lejos, y a pesar de lo que uno pueda prever -viendo la fauna de personajes perdidos que inunda la primera parte de su proyección-, la película, poco a poco, va convirtiéndose en un film optimista. En donde los malos no son tan malos y los buenos tampoco son tan buenos. Tanto unos como otros cumplen con su cometido, y Nolte, el sublime Nolte, se gana al espectador gracias a su gran creación, perfectamente definida, la de un tipo humano, de gran corazón y cínico para con aquellos que no quieren admitirle en sociedad, como con ese policía gabacho (Tchéky Caryo), obstinado en encerrarle de por vida y con el que acepta, de buena manera, su rol de perseguido, jugando a eso tan típico del gato y al ratón. Y sin rechistar, ninguno de los dos.

Y, amparándose de nuevo en lo de El Buen Ladrón, su título bíblico, para urdir su perfecto golpe definitivo, contará, entre sus planes, con la presencia necesaria de un delator, un Judas que le ayude en sus propósitos. A partir de allí, el guión (del propio Neil Jordan), empieza a recordarnos a los de la filmografía de Mamet, en donde nada es lo que parece y en los que cambia el rumbo de la historia a cada momento. A pesar de su previsibilidad (personalmente pillé el teórico final inesperado con bastante antelación), todo le cuadra a Jordan a la perfección. Y es que el hombre, por suerte, aún sigue ejerciendo con esa sobriedad de estilo (aunque suavizado con el paso de los años) que le caracterizó en anteriores films. De hecho, éste entronca directamente con la compacta Mona Lisa, por el género negro al que indudablemente pertenece, e incluso con Juego de Lágrimas, por el ambiente marginal en el que se desarrolla.

El Buen Ladrón, un modesto titulo a recuperar en la filmografía de un hombre al que siempre recordaré por su más que estimable Michael Collins, una de las mejores visiones cinematográficas sobre el conflicto irlandés.

23.10.04

Alien a la francesa

A punto está de ser estrenada la nueva y esperada entrega de Alien. Bueno, de Alien y de Depredador, a través de ese Alien Vs. Predator, un duelo alienígena que muchos de ustedes (yo el primero) están esperando con ganas. Y con cierto temor, ya que, si piensan como yo, creerán que tantas continuaciones no pueden ser muy positivas... y menos si en ésta no sale la belicosa Ripley.

Es el momento ideal, antes de su llegada a las pantallas españolas, de darle un repaso a las que fueron mis impresiones en la época en que se estrenó el cuarto episodio de la saga sobre Alien, concretamente Alien: Resurrección.

En primer lugar, querría dejar latente la poca fe que depositaba en ese proyecto, ya que, personalmente, nunca me había sentido atraído, hasta ese momento, por el universo particularísimo del francés Jean-Pierre Jeunet quien, en comandita con Marc Caro, había realizado la sobrevalorada Delicatessen y la pedantería insufrible y vacía que supuso La Ciudad de los Niños Perdidos. Para evitar mayores recelos, tuve suerte de que la exitosa Amelie llegara cuatro años más tarde, pues siempre pensé que se trataba de una cinta vacía y repetitiva que malgastó todo su poco ingenio en la cuidada puesta en escena, y poca cosa más, aparte de su divertido fragmento inicial.

De todas maneras, y volviendo a los tiempos anteriores a la citada Amelie, un servidor era totalmente consciente de que lo mejor de su cortísima (e irregular) filmografía reposaba en su excelente imaginería visual. Es por todo ello que no me acababa de fiar de lo que este director europeo podría llegar a hacer con la cuarta entrega de Alien, una serie que, por otra parte, ya había sido maltratada en su anterior episodio, Alien 3, por un debutante y video-clipero David Fincher, años antes de su estimable Seven. Pero la verdad es que, tras ver Alien: Resurrección, tuve que dejar de lado todas mis reservas más negativas y rectificar en mi desconfianza (pues dicen que eso es de sabios), ya que gracias a Jeunet y a su universo bien aplicado, ese nuevo capítulo de la saga, iniciada por Ridley Scott, quedaba a un nivel muy similar al del trepidante Aliens de James Cameron, tanto en concepto como en forma. Todo ello, evidentemente, salvando sus numerosas distancias.

Potenciando al máximo su particular mundo deformante y a sus estrambóticos y caricaturizados personajes, Jeunet nos colocó de llenó en medio de un Alien atípico, a la francesa, en el que una gigantesca Sigourney Weaver –200 años después de su suicidio y lejana su etapa como marine- se convertía en un animal intuitivo y maternal, aunque atendiera igualmente por el nombre de la guerrera Ripley (uno de esos problemas que implica la clonación), secundada, en todo momento, por una extraña fauna de humanos fácilmente confundibles, por su fiereza y aspecto, con los alienígenas con los que tenían que medir sus fuerzas.

Piratas espaciales -sin nada que envidiar a los ideados por Álex de la Iglesia para Acción Mutante-, militares obtusos y alucinados –casi, casi recién escapados del Teléfono Rojo... de Kubrick- y alienígenas recién salidos del cascarón, furibundos y babeantes, se aunaban para obsequiarnos con una maravillosa (e inesperada) cinta de ciencia-ficción, plagada de acción, tensión y de espectaculares y cuidados efectos especiales. Vaya, que sin proponérselo, salvó a la serie tras el desastre de su tercera parte. Alabado sea Jeunet por ello.

Su argumento es lo que menos me interesó de Alien: Resurrección. De hecho, me importaba un bledo que unos científicos militares se propusieran resucitar a unos extraterrestres desaparecidos centenares de años antes, o que una Ripley depresiva se debatiera entre el amor consanguíneo o el instinto de supervivencia... Lo más interesante se encontraba en las laberínticas situaciones que vivían sus protagonistas, para liberarse de la violenta especie resurgida, narrado, todo ello, con un singular sentido del humor y a través de originales e inesperados guiños cinéfilos, quedando grabados, por ese motivo y en la retina del espectador, títulos tan conocidos y populares como En Busca del Fuego (a través de alguna que otra referencia del propio Ron Perlman, protagonista, en tiempos, de esa película) o de la mismísima Aventura del Poseidón (la huida bajo el agua perseguidos por aliens subacuáticos).

Un entretenimiento total, desde el principio hasta el fin, como es debido en el cine. Con palabras mayúsculas. Aunque, eso sí, incapaz, como el resto de la serie, de hacernos olvidar al Alien original, el Alien de entre todos los Aliens. Esa, como diría Carlos Pumares, era de reclinatorio.


Solo faltaba, bajo el agua, Shelley Winters

22.10.04

Cricket y pasos de baile... ¡Esto es Bollywood!

No hay nada como estar encerrado en casa para poder enfrentarse a películas de esas que, posiblemente, sin tanto tiempo libre, sería imposible de visionar. Es por esa razón y también, porqué negarlo, para conocer de una vez por todas un estilo cinematográfico, por la que ayer decidí enfrentarme a Laggan :Érase una Vez en la India, un largo título de tres horas y media (sí, han leído bien, 240 minutos de nada) que, según cuentan algunos gurús, es de lo mejorcito (que ya es decir) dentro de eso que se ha dado en llamar el cine made in Bollywood. O sea, el cine producido desde la India.

Y Lagaan es un buen ejemplo de todas sus constantes y tópicos, ya que parece ser que el público hindú es muy exigente (o rarito, diría yo) a la hora de aceptar una película. Consideran que por el precio de una entrada tienen derecho a un poco de todo en el mismo título, un collage, vaya. O sea, lo quieren todo junto y apretujado en el mismo pack: una historia de amor, aventura, misterio, comedia, deportes y, a poder ser, aliñado con varios números musicales. Si no es así, parece importarles muy poco lo que les pueda aportar otro tipo de cine. Y Lagaan, como he dicho, tiene todos esos ingredientes. Y más, pues en este caso, incluso intenta hacer un poco de historia, mostrándo el (teórico) nacimiento del cricket en ese país, uno de los deportes nacionales de la India desde hace muchos años. Todo ello, claro está, entre canciones y coreografías metidas con calzador. Estoy de acuerdo en que todo ello puede ser un disparate, pero si a ellos les gusta, ningún problema por mi parte, allá ellos con su invento. Dicen que sobre gustos, no hay colores. Pero aquí, en Lagaan al menos, de colores, haberlos, hay los. Y muchos, ya que, indudablemente, es otra de las cosas que encanta al público hindú: una fotografía colorista y cantarina, cuanto más chillona, mejor.

La película en cuestión está ambientada en 1893 y tiene como protagonistas a los agricultores y ganaderos de la pequeña aldea de Champanar, los cuales, como cada año, tendrán que entregar el lagaan a su Rajá. O sea, la mitad de la cosecha de todo el año en concepto de impuesto. Y el Rajá, a su vez, cederá la mitad del lagaan recibido a la colonia militar británica más cercana. El problema para los vecinos de Champanar es que su cosecha ha sido mínima, debido a la falta de lluvias por culpa de un monzón que parece no llegar nunca. Además, para complicarles un poco más la existencia, una afrenta entre el joven e impulsivo Bhuvan, vecino del lugar, y el Capitán Andrew Russell, el perverso oficial al mando de la colinia británica, que terminará en una peliaguda apuesta que afectaría sobremanera a todo el pueblo en caso de perderla.

La apuesta no es otra que una interminable partida de cricket entre los militares ingleses y los aldeanos de Champanar, una gente que en su vida había visto ese deporte y que, en un tiempo mínimo de tres meses, tendrán que convertirse en verdaderos profesionales del mismo. En realidad se están jugando la comida de todo el pueblo. O sea, la entrega de tres lagaans a su Rajá (en lugar de uno), en caso de perder en el campo de juego. Si salen ganadores, por el contrario, se beneficiarán del beneplácito de no sufrir los reveses de ese impuesto durante tres años consecutivos. Alea Jacta Est.


El peculiar equipo de cricket de Champanar

Pues esa es la intriga de la película. Una intriga tan simplona como todo el planteamiento de la misma. Todo en ella es muy básico, pero, no voy a negarlo, en el fondo (y mirándola con buenos ojos), entretenida. Y digo entretenida porque en la cinta hay de todo un poco. Desde triángulos amorosos hasta toques de comedia clásica, de esas que nos recuerdan (salvando mucho las distancias) al cine de Frank Capra, en las que una comunidad de vecinos acababa arreglando un grave descalabro de manera casi milagrosa, en donde hay buenos muy buenos y malos muy malos. El problema es que aquí no están ni James Stewart ni Gary Cooper y, en el momento más impensado, dejan de hacer de labriegos o de entrenar con el bate para meterse a cantar y a bailar por esos montes de Dios. Y lo hacen, a finales del siglo XIX, a ritmo de funky, que eso si que es alucinar de lo lindo. Un funky extraño, como si George Harrison y Ravi Shankar se hubieran trastocado (más de lo normal) y a sus músicas les hubieran impregnado toques discotequeros setentones, a lo Saturday Night Fever, con pequeñas pinceladas de Greese. Vaya, eso que los cuatro expertos reseñados anteriormente han dado en llamar el Bollywood-Funk. Y, la verdad, créanme, resulta patético ver al pastorcillo de turno, montado en el carro tirado por un par de bueyes, danzando como un poseso, mientras la campesina pizpireta le dedica cuatro pasitos milimetrados para demostrarle su amor. Eso sí, en la danza aún se defienden, hay al menos un par de coreografías atractivas, aunque en eso del playback, aún lo tienen muy crudo. Parecen un muñeco de ventrílocuo a destiempo, del primero al último danzarín. Pero, repito, si a ellos les gusta... pues para ellos el montaje del Bollywood éste.

No hay que negar que su factura visual, su look, es impecable. La película, en ese aspecto, está cuidada. Ni nuestro Antoni Ribas llegará jamás a planificar tan bien una escena como ellos. Técnicamente lo tienen claro. Argumentalmente, no mucho. Y si nos ponemos a medir el tiempo narrativo, eso ya es la hostia, con perdón. Una película de tres horas y media ya es difícil. Casi siempre. A pesar de ello, sus dos primeras horas resultan curiosas, por su exotismo y la sorpresa inicial, ya que su historia es como de colegio de párvulos. Pero cuidado, señores, que su hora y media restante... agárrense... ¡es el interminable partido de cricket!, ¡casi enterito a palo seco!, ¡e intentando darle emoción, sin un número musical de esos ridículos en medio para desengrasar! ¿Cómo narices nos va a motivar a los españoles eso del cricket, que ni siquiera conocemos ni nos interesan sus reglas?

Ya no podré decir que desconozco Bollywood. Tres horas y media de mi vida dedicada a él. Todo un honor. Tanto honor que les juro que he escrito este post mientras cantaba y bailaba sobre la torre del PC, mientras mi mujer, desde la cocina, me hacía los coros. Los vecinos no acaban de entender que está ocurriendo en nuestra casa.


Los aldeanos van de marcha

21.10.04

Ha nacido una estrella

A veces me resulta casi imposible comprender porqué gente con el status de Al Pacino, acaban aceptando papeles en productos tan poco atractivos como S1m0ne (léase Simone). ¿Acaso, antes de comprometer su participación, no leen el guión? Porque, la verdad, la historia de S1m0ne no conduce absolutamente a ningún lado y el único interés plausible de Pacino por dejarse enrolar en él debe estribar en su permanencia absoluta en pantalla. Y a su millonario caché, por supuesto. Total, un Festival Al Pacino, en el que llora, ríe, se desmelena, brinca y gesticula a sus anchas, sin que, de todas maneras, llegue a caer en ningún momento en la temida sobreactuación. Y es que uno ya no puede confiar ni en las grandes estrellas a la hora de descubrir un buen producto.

Y de eso, de las estrellas, habla S1m0ne, pues la Simone del título es una estrella prefabricada, de esas que surgen de la nada y que, en un solo fin de semana, se convierten en el personaje más popular del planeta. De la noche a la mañana, como por arte de birlibirloque que, en el fondo, es lo que hace el personaje de Al Pacino, Viktor Taransky, con ella, con la susodicha Simone. Les cuento. El tal Taransky es un director idealista, lleno de fracasos en su carrera cinematográfica que, tras ver como su actriz principal abandona su nuevo rodaje a media filmación, acabará recurriendo a los consejos de un informático alucinado y moribundo que le deja, en herencia, un espectacular software. Un programa increíble con el que dará vida a una estrella. Una estrella que potenciará su película por todo lo alto y de cuya virtualidad binaria sólo será sabedor el propio Taransky, a pesar de que nunca podrá dejar que ella se muestre en público. Toda una gran mentira al servicio de una nueva actriz (inexistente) que desbancará a todas sus compañeras, incluso en eso de la gala de los Oscar.

La segunda lectura del film resulta interesante ya que, en parte, demuestra la gran mentira que existe alrededor de todos los mitos cinematográficos, habidos y por haber. Esa creación de un mundo de fantasías e ilusiones tan (o más) ficticio que el de la tentadora y atractiva Simone virtual. Una chica tan femenina y fascinante que, de existir en realidad, provocaría las iras de todos los colectivos feministas, del primero al último, ya que esa muchacha, guapa e inteligente, servicial y sumisa para con su creador, no es más que la ilusión de la mujer perfecta nacida de la mente de un hombre, de un macho, en ese caso Taransky, quien, a través de su mente, hace que ella se mueva y opine a su antojo, a su imagen y semejanza, siempre ideal, nunca rebelde. Yo también me apuntaría a una mozuela así, sexy y sin rencores.

Lo triste es que la película se queda en agua de borrajas, dejando aparte ese simpático homenaje a algunas de las stars más famosas (de Monroe a Audrey Hepburn) en la escena en que Taransky, dándole los últimos retoques a su muñequita particular, elige un detalle muy concreto de todas ellas. En general, S1m0ne tiene muy buenas intenciones, pero sólo se queda en el apunte, ya que de su puesta en escena y de su guión es mejor olvidarse, ya que acaba convirtiéndose en una poco inspirada fábula sobre el Hollywood contemporáneo, con cuatro toques melodramáticos forzados y un par de gags patéticos en los que nos muestra los ingenios del personaje de Al Pacino para seguir escondiendo su preciado secreto al resto del mundo.

Y es una lástima que un tipo como Andrew Niccol, su guionista y director, no haya sabido darle otro enfoque a la comedia. Intenciones no le faltan, pues esboza en varias ocasiones la dependencia (casi alucinatoria) del creador para con su criatura, como ese doctor Frankenstein empecinado en darlo todo por salvaguardar a su monstruo. Pero se queda allí, en el esbozo, en el simple trazo, sin continuidad alguna. Y digo que es una lástima, pues Niccol empezó su carrera pisando fuerte, primero como responsable total de Gattaca (esa perfecta cinta de ciencia-ficción sobre una sociedad de clónicos que bien hubiera querido Hitchcock tener entre sus trofeos) y, después, como guionista de la original El Show de Truman. Está claro que al hombre le gusta entrar a saco en temas irreales, en las sociedades perfectas (entre comillas) y en la duplicidad de personajes. Pero S1m0ne le quedó a medias... y llegó resoplando a la línea de meta.

Esta visto que, con películas como ésta, poco haré para mejorar el resfriado.

20.10.04

Despropósitos laborales

Entre toses, mucosidades y sudoraciones, esta mañana, tumbadito en el sofá de casa, he decidido aprovechar el tiempo (o malgastarlo, según se mire) viendo una de esas películas que hace tiempo tengo grabadas y que nunca encuentro un hueco para mirarlas. Y ha sido peor el remedio que la enfermedad, pues tras haber visto La Asesina de la Oficina, las toses, mucosidades y sudoraciones se han multiplicado. Más que multiplicado, triplicado. Tanto es así que, esta tarde, el médico me ha dado la baja.

La idea de la película no está mal. La directora asmática de la redacción cutrilla de una revista cultural decide, para sufragar sus numerosos gastos, iniciar una reducción de plantilla, por lo que los presuntos despedidos, antes de pasar directamente al paro, habrán de superar un mínimo periodo de prueba como asalariados a tiempo parcial. Uno de los elegidos será una joven extraña, timorata y, debido a sus extravagancias, no muy apreciada por el resto de la plantilla. Varios sucesos imprevistos (que no viene al caso contar, debido a su nimiedad) harán que a la chica le entre un malsano gusanillo por las muertes accidentales, con lo que iniciará un carrerón imparable de asesinatos entre sus colegas de profesión, coleccionando, posteriormente y en el sótano de su casa, toda la colección de cadáveres que va acumulando en su marcador particular.

Mirando esa sinopsis parece que la cosa pueda funcionar. Pero no. La cosa va de mal en peor. No es que la película vaya estropeándose a medida que avanza. No. Que va. Lo que ocurre es que la cinta ya empieza con el pie izquierdo y su realizadora, Cindy Sherman, no da pie con bola en ninguno de los aspectos, tanto estéticos como formales, para dar cierta prestancia al invento. Lo que podría haber sido una celebrada comedia de humor negro, navega entre la pesadez más alarmante y un cierto tono de dejadez en su puesta en escena. Una puesta en escena que, para más desgracia, copia con descaro y sin gracia alguna el universo deformado del Delicatessen de Jeunet y Caro.

Supongo que para paliar los numerosos defectos de su ineficaz guión (que nunca acaba de arrancar), la Sherman recurrió a Todd Haynes, un hombre con cierto prestigio entre los cinéfilos gays por tener en su haber títulos (horribles) como Poison o Velvet Goldmine. Y el tipo, con toda su buena intención (es de suponer), aún descalabró más la propuesta de la asesina laboral.

Es mala sin ser basura. ¡Es el colmo!, o sea, que además, ni se ríe uno viéndola. Al contrario. En más de una ocasión, he estado a punto de parar el vídeo y solazarme con el programa de la Teresa Campos. Allí si que te lo pasas en grande, con esa acumulación de personajillos y comentarios cutres a deshora.

Y lo peor de todo. El poder contar con una actriz de tomo y lomo, como ha demostrado ser, en más de una ocasión, Carol Kane y descubrir que, a través del papel de la susodicha criminal, la mujer sobreactúa más que en las peores épocas del Marlon Brando más pasado de rosca. Una de esas actuaciones que no te deja adivinar si la actriz está dando vida a una impulsiva asesina o a una bobalicona sin remisión. Bobalicona a la que muy bien podría haber dado vida Lina Morgan, nuestra tonta del bote nacional.

Una película de la que hay que huir sin darle ni la menor oportunidad, a no ser que ustedes tengan un espíritu de sacrificio encomiable, ya que, en esa Asesina de la Oficina, por no funcionar no funciona ni su aire de melodrama, ni su macabrismo (fácil y efectista) y, ni mucho menos, su preponderante aire de cine culto con fondo crítico y social. Una pena.

Años más tarde, y contando una historia similar, un tal Lucky McKee, a través de un envidiable título, May, conseguía jugar a la perfección con los mismos elementos, cómicos y necrófogos, narrando la historia de una chica introvertida dispuesta a fabricarse su muñeca particular y consiguiendo, además, un sorprendente homenaje al Frankenstein de Mary Shelley. Pero eso, ya es otra historia.

Carol Kane, la tonta del bote

19.10.04

Rebeldes

Llevo un par de días convaleciente de un resfriado tontorrón, posiblemente del mismo microbio esparcido por mi sobrino Absencito y que, de uno en uno, ha acabado tumbando a los miembros de mi familia. Dicen que no hay mal que por bien no venga, por lo cual aprovecho la situación y, desde mi sofá, invierto un par de horas en repasar un estupendo documental sobre cine que emitió, no hace mucho, Canal +. Se trata del espléndido La Generación que Cambió Hollywood, de Kenneth Bowser, basado a su vez en el libro homónimo de Peter Biskind, y que, entre otros, contiene documentos escalofriantes como el de aquella celebre rueda de prensa, convocada por un derrotado Roman Polanski, tras el asesinato de su esposa Sharon Tate en manos de Charles Manson.

La cinta es un excelente compendió sobre toda una generación de directores, guionistas y actores que, entre exceso y exceso, decidieron buscar nuevas vías de experimentación para salvar, a principios de los años 60, a un herrumbroso Hollywood del derrumbamiento definitivo, intentando estar un tanto al margen de los grandes estudios, aunque recurriendo a ellos, en muchas ocasiones, para la financiación de la mayoría de sus títulos. Muchos de ellos, como por ejemplo Arthur Penn, amparándose en ejemplos del cine europeo de aquella época, dieron la campanada de salida con títulos, hoy ya convertidos en clásicos, como Bonnie and Clyde, protagonizada, a su vez por Warren Beatty, uno de los que se apuntaron a esa movida tan fructífera. El film repasa el compromiso de éste actor con algunos productos emblemáticos, a pesar de que su propio egocentrismo le jugara alguna que otra mala pasada con ciertos realizadores, como en el caso de Robert Altman, con quien tuvo varios roces durante la filmación de Los Vividores.


Warren Beatty

Aunque el detonante definitivo, para impulsar ese nuevo cine, fue debido a Dennis Hopper y a su ya mítica Easy Rider, una cinta filmada entre drogas y viajes lisérgicos, que inesperadamente se convirtió en todo un éxito. Tal y como citan en el documental, hasta que se estrenó ese título, siempre que algún personaje tomaba drogas en pantalla acababa cometiendo algún crimen, liturgia que en el film de Hopper desapareció por completo. Aunque a él, particularmente, le supuso la ruina personal el uso y abuso de las mismas, cosa que dejó bien clara con su siguiente película, The Last Movie, la cual, filmada en Perú en compañía de sus amigos más directos y bajo el efecto de todo tipo de alucinógenos, no fue entendida absolutamente por nadie, creándole el estigma de director maldito.

Mientras, en esa misma época, John Schlesinger decidía salir del armario y dejar bien clara su condición de homosexual, triunfando, con tres Oscars incluidos, gracias a un título convertido ya en película de culto, Cowboy de Medianoche. Y Peter Bogdanovich, un crítico cinematográfico hasta ese momento, tras su debut con la compacta El Héroe Anda Suelto (gracias a Roger Corman), conseguía su mejor éxito con La Última Película (The Last Picture Show), al tiempo que rompía su relación matrimonial con su montadora, Polly Platt, e iniciaba un largo idilio con una debutante Cybill Shepherd. Luna de Papel, ¿Qué Me Pasa, Doctor? y Todos Rieron fueron algunos de sus loables productos siguientes, aunque el posterior romance con una conejita de Playboy, Dorothy Stratten, y el asesinato de ésta en manos de un psicópata, acabaron con una de las carreras más prometedoras de esos años, relegando a Bogdanovich a cintas menores destinadas directamente a su exhibición televisiva.


Peter Bogdanovich

Al mismo tiempo, el más independiente de todos, Sam Peckinpah, un tipo solitario, bravucón, alcoholizado y cocainómano, arrollaba con uno de los westerns más violentos de la historia del cine, Grupo Salvaje. Estaba claro que los más atípicos habían empezado a reconquistar Hollywood a través de su incorrección política. Incorrección que, por otra parte y en el caso de Peckinpah, acabaría dándole más de un disgusto, como el rechazo de los grupos feministas a su Perros de Paja, debido al machismo radical que, según ellas, afloraba a través de todas sus escenas. Tras una carrera bastante irregular y con trabajos imposibles en su haber, Peckinpah, hastiado de los problemas que tuvo con la productora para llevar a buen puerto Patt Garrett and Billy The Kid, murió a los 59 años de edad, aunque aparentara casi 80, debido al uso abusivo de estimulantes y alcohol.


Sam Peckinpah

Por su parte, un tal Francis Ford Coppola, un tipo gordinflón criado en la factoría Corman, debido al buen trato que recibió Llueve Sobre Mi Corazón -un film intimista sobre un ex combatiente tarado con una placa metálica en la cabeza-, decidió crear Zoetrope, su propio estudio, desde el que intentaría potenciar a jóvenes estudiantes de cine para lanzarlos al estrellato. En su primera intentona, toda su loable propuesta se le fue al carajo tras apadrinar THX 1138, la ópera prima de un joven y timorato estudiante, George Lucas, pues fue una cinta en absoluto aceptada por el star system. Coppola no se frenó por ello y, guiado por su instinto idealista, aceptó llevar al cine un guión de Mario Puzo, escrito gracias al talón cobrado por el escritor y destinado a sufragar sus millonarias deudas de juego. Se trataba de El Padrino, una película que, bajo los auspicios de la Paramount, se convirtió en un éxito sin precedentes en la historia del cine. Con ese punto a su favor, produjo el que sería el lanzamiento definitivo de Lucas, el estudiante frustrado, ayudándole a llevar a cabo un proyecto que entusiasmo a los jóvenes de la época, American Graffiti. De aquí a La Guerra de las Galaxias quedaba sólo un paso.


Francis Ford Coppola

Mientras se cocía todo esto, el entretenido documental de Kenneth Bowser nos muestra otro frente de acción, situado en las playas de Malibú y bajo la batuta de un matrimonio de productores, Michael y Julia Phillips (los responsables del oscarizado El Golpe), quienes reunieron en sus estancias a gente tan diversa como John Milius, Martin Scorsese, Brian De Palma, Steven Spielberg, Robert de Niro, Al Pacino o Richard Dreyfuss, entre otros.

Allí, junto al mar y los surfistas, se gestaron títulos inolvidables, como la sorprendente Malas Calles o Taxi Driver, ambas de Scorsese. Curiosamente, el propio Paul Schraeder nos explica que su guión de Taxi Driver se gestó gracias a las experiencias que vivió en una época oscura en la que, cansado de sus fracasos personales y cinematográficos, lanzó todo por la borda y se dedicó a vagabundear por las calles de Nueva York. Embarcado e una vorágine de éxitos sin precedentes, el propio Scorsese, durante el rodaje de su fallida New York, New York y en pleno idilio con Liza Minnelli, se acabó enganchado a la cocaína, No fue el único ya que, según cuentan, durante el homenaje del American Film Institute a Alfred Hitchcock, medio Hollywood no salía de los lavabos del recinto para darle a la blanca, pasando totalmente del acto protocolario. Tanto es así, por ejemplo, que la citada Julia Phillips, hubo de abandonar su trabajo en Tiburón debido a los problemas de salud provocados por su desmesurada afición a esa droga. Superada, por parte de Martin Scorsese, su adicción a la coca, estuvo a punto de abandonar su carrera como director, pero un gran proyecto le volvió a dar fuerza. Se trataba de Toro Salvaje, el inolvidable biopic sobre el boxeador Jack LaMotta.


Martin Scorsese

Esta claro que, en definitiva, se trató de una generación de cineastas innovadores que, a pesar de sus cuelgues, consiguieron darle al cine de autor todo su reconocimiento popular y crítico, aunque ellos mismos, por otra parte, lo volvieron a hundir, mediante productos de serie B, filmados con presupuestos desorbitados, para realizar títulos como Tiburón o La Guerra de las Galaxias. Verdaderos éxitos, en todos los sentidos que, sin embargo, crearon la necesidad imperiosa de seguir aumentando las arcas para las majors que la respaldaron. Tal y como dice en este documento la directora Joan Tewkesbury, cuando las películas empezaron a ser valoradas por el dinero recaudado, en lugar de por su calidad artística, la verdadera esencia del cine acabada de morir.

Un excelente documental que bien vale la pena intenten recuperar, ya que recoge, a la perfección, la esencia del libro original de Peter Biskind y que, en algunos momentos, incluso parece el remedo actualizado de aquel Hollywood Babilonia que daba un repaso a los entresijos más oscuros y perversos de la industria del cine en sus primeros años. Como dice el propio Dennis Hopper, al final de la cinta e intentando excusar sus desmanes, ellos tenían que recurrir a todo tipo de estimulantes para salvaguardar su amor propio, destrozado por culpa del poco caso que hacían de su envidiable creatividad las grandes compañías.


Dennis Hopper

Lo que el viento se llevó

Ayer hizo un año de la muerte de uno de los mejores escritores que ha dado nuestro país. Periodista, novelista, analista y campechano, Manuel Vázquez Montalbán siempre tendrá un hueco (un hueco inmenso) en nuestra memoria. Al menos en la mía. En la de ustedes, es de suponer.

Amante de la novela negra, del buen comer y cinéfilo exquisito, desapareció en Bangkok -demasiado temprano- sin haber conocido ninguna adaptación para la pantalla grande, mínimamente aceptable, de sus libros sobre Pepe Carvalho, ese entrañable detective gallego, gourmet entre todos los gourmets, afincado en Vallvidrera (Barcelona) y con despacho en la barcelonesa Plaza Real, junto a las eternas Ramblas.

Te seguimos queriendo, Manolo, y por eso, esta noche, voy a quemar una de tus obras.

18.10.04

Taxi Driver

Cae la noche sobre Los Angeles. Vincent, un asesino profesional, acaba de llegar a la ciudad con el encargo de eliminar a cinco personajes diferentes antes del amanecer. Para ello no dudará en alquilar los servicios de Max, un taxista un tanto soñador con ganas de cambiar de oficio... Ésta es la premisa argumental con la que arranca Collateral, la última película de Michael Mann y con la que, posiblemente, se rehaga del batacazo que le supuso su última incursión cinematográfica, Ali, el larguísimo y fallido biopic sobre Cassius Clay.

Atrás quedan los tiempos de su debut como realizador, a través de un thriller tan correcto y poco habitual como Ladrón (una de las películas con uno de los finales más crudos de la década de los 80) o con la primera transposición al cine del universo de Hannibal Lecter, con Hunter, un irregular film, excesivamente influenciado por las modas televisivas de su época, que fue revisitado por Brett Ratner, hace un par de años, con una nueva (y olvidable) versión, El Dragón Rojo. Aunque quizás su estilo más sobrio y seco lo vertiera en sus dos trabajos definitivos, a cual mejor, el explosivo Heath (un thriller de polis y ladrones, hurgando en las vidas privadas de sus protagonistas) y El Dilema, un melodrama intrigante que arremetía sin cortapisas contra todo tipo de corporativismos.

Con Collateral se aleja un poco de la profundidad narrativa con que vistió a esos dos excelentes productos antes citados, apostando más por un título de consumo directo, pero sin renegar, por ello, a su particular estilo. Es por todo esto que Mann se toma su tiempo para contar la historia. Paso a paso, sin prisas, saboreando la situación, disfrutando de las conversaciones entre el asesino y el taxista y regalándonos, de vez en cuando, un pequeño brote de violencia para que el espectador no se desenganche. Gato viejo este hombre.

La cinta va avanzando, tranquilamente, sin muchas sorpresas. Pero esa atmósfera inquietante que rodea a sus dos protagonistas, amparada por una maravillosa fotografía de Los Angeles en plena noche, está dando a entender que algún bombazo trepidante va a caer, de un momento a otro y en el instante más impensado. Pero Mann alarga inteligentemente la espera, nos deja saborear, con cierta tranquilidad, dos excelentes interpretaciones, la de un sorprendente Jamie Foxx (un hombre de color con nombre de actriz de cine porno) y la de un perverso Tom Cruise que, en esta ocasión (¡gracias a Tutatis!), no se dedica a robar planos a diestro y siniestro al resto de sus compañeros, consiguiendo un buen retrato de un desalmado y frío sicario. Vale la pena anotar aquí que éste no es el primer papel de villano en la carrera del actor, a pesar de la publicidad falsa y machacona en este aspecto, ya que nadie parece acordarse que en tiempos fue Lestat de Lioncourt, un sanguinario vampiro, en la interesante Entrevista con el Vampiro.

Una pequeña e inesperada colaboración de nuestro gran Javier Bardem (en la piel de un mafioso cubano) abre una de las mejores y más impactantes escenas de este film, un espectacular momento, bajo las luces intermitentes de una discoteca abarrotada y deudor directo de aquel maravilloso tiroteo, a plena luz del día, conque nos obsequió en Heath, demostrándonos, de nuevo, que Mann es un tipo altamente dotado para darle magnitud y originalidad a la acción. Ríanse ustedes de John Woo.

Y ríanse también de Brian de Palma, aquel al que durante una época se le consideró el discípulo aventajado de don Alfred Hitchcock (más por su afán incontrolado de imitación que por ingeniosidad), ya que Collateral, reposada aunque misteriosa, desemboca en una agitada e inmejorable media hora final, que bien quisiera haber filmado el citado de Palma. Al contrario que éste, Mann rehuye cualquier tipo de excesos, se centra en su historia y consigue un alto grado de suspense (¡de piel de gallina, oigan!), no conseguido en cine desde que Harrison Ford, en El Fugitivo, huía de sus perseguidores estando acosado en el interior de un gigantesco edificio gubernamental.

Dejen de lado alguna que otra concesión no muy creíble y déjense llevar por el juego que les propone Collateral, sin más. Disfrútenla. Vale la pena.

17.10.04

Pequeños guerreros

¡Huy! ¡huy! ¡huy!...! ¡No saben ustedes lo que me he tirado en cara esta tarde, en casa y en zapatillas! Espeluznante. Sin nombre. Alucinante. Cine basura. Del peor. En un principio les iba a colgar un post sobre Collateral, pero el descubrimiento ha sido tan grande que he decidido posponer lo de la cinta de Michael Mann para una próxima ocasión, seguramente mañana.

Guerreros. El hallazgo se llama Guerreros. De Daniel Calparsoro. En su día se me escapó. A veces descubrimos que el subconsciente es muy valioso ya que, en tiempos, no me dejó acercarme a las salas en las que se proyectaba. O bien el subconsciente o ese sexto sentido que, en lugar de muertos, nos deja entrever que tal o cual título puede tratarse de un truño inmenso. Y eso es Guerreros. Nunca me gustó Calparsoro, esa promesa pedante e intelectualoide del cine español, ex marido de la Najwa Nimri (tal para cual, y ella sin acreditar en este film, aunque responsable de su amodorrante banda sonora) y del que, si me obligasen a recuperar alguno de sus productos, lo tendría bastante crudo. Pongamos (por poner algo) que salvaría de la quema a Asfalto. Los otros tres films anteriores (Salto al Vacío, Pasajes y A Ciegas) mejor que me los sirvan con patatas.

Pero ninguno de los anteriores llega a los niveles de éste. Guerreros es de antología. Y no precisamente de antología cinematográfica. No. Que va. Ni mucho menos. Lo suyo es para una antología del disparate, de la inconexión más delirante. Allí nada tiene pies ni cabeza. No hay por donde cojerlo. Ni con pinzas. No hay manera de saber que pretendía con él su realizador.

La peliculilla (o cosa, déjenme llamarle cosa, me gusta más) está ambientada durante el final del conflicto bélico en Kosovo, lugar en el que una compañía de zapadores del ejército español se verá inmerso en una delirante, violenta e increíble historia. Más que zapadores, diría que se trata de un grupo de bollicaos pijitos, de jovencitos de la última hornada, totalmente perdidos en medio de ese país sin su Lacoste.

Pues nada, que los niñatos habrán de trasladarse hasta un pueblecito fronterizo, situado en la llamada área de exclusión, para arreglar un repetidor eléctrico que ha dejado sin luz a la zona. Para llegar allí y cumplir su cometido, tendrán que enfrentarse con un sinfín de serbios enfurecidos dispuestos a todo. Nadie se entera de lo que ocurre, ni el guionista. De hecho, a los soldaditos, les pasan muchas cosas, aunque no se sabe cómo ni por qué. La cuestión es que al Calparsoro le dio la neura y trató muy mal a todos los chiquitos protagonistas, a base de balazos, mamporrazos y minas antipersonas. Porque sí. Porque le dió la gana. Para dar imagen de cine violento. Para parecerse al soldado Ryan, supongo, pero sin explicaciones de ningún tipo. Con la única intención de demostrar, él solito y con un par de huevos, que si quiere está a la altura de Spielberg. O más allá. Aunque, como mucho, lo que queda es a la altura de la suela de los zapatos del script de Mariano Ozores.

Su enajenación argumental no tiene límites. Y con ello sólo consigue mís sonoras carcajadas. Imagínense. Uno de los impúberes militares, el interpretado por Eloy Azorín (¡que bien lo hacía cuando era pequeñito, el pobre!), aparte de soldado, es un poco de todo, como aquellas navajas multiuso de los excursionistas: humanista, psicópata, psicólogo y médico de urgencias. ¡Llega a sacar una bala del pie de un compañero suyo, a lo vivo, sin anestesia y valiéndose de un machete! Y de manera fina, ya que el herido, a partir de ese momento, corre, salta y brinca como nunca... ¡sin dolor alguno!

De todas maneras, cuando decidí colgar este post, fue gracias a una escena en concreto. Gran escena del cine español de todos los tiempos. Atiendan. Grupo de militaritos hispanos acongojados. De noche. Sale de la oscuridad un peligroso serbio armado, acompañado de su séquito, los mismos que media hora antes los habían detenido y conducido a una sala de torturas, de la que lograron escapar abriendo un hueco en la pared a base de cabezazos. ¡De nuevo el sádico serbio de las narices! ¡Acojone entre nuestros deshilachados héroes! Creen que van a morir. Pero el tipo perverso, dejando de apuntarles, les tranquiliza. Sus palabras quedarán en mi memoria durante años: “No somos sus enemigos, nunca lo hemos sido. Soy seguidor del Real Madrid”. Y los chicos, con esas palabras, quedan amansados, tranquilizados. Se acabó el peligro, pues es del Real Madrid, un claro indicativo de buena persona. Les juro que he caído de la butaca de tanto reír. Revolcándome estaba por los suelos cuando, Calpalsoro, homenajea a La Noche de los Muertos Vivientes. Es el no va más. Zombis y soldados en cal viva. Genial. No les cuento la escena. Merece la pena descubrirla... Súmenle a todo ello al amorfo Eduardo Noriega y a Jordi Vilches, un militar con un acento catalán que tira de espaldas. No sigo. Me planto aquí. Hay que verla. En un reclinatorio, si es necesario. No tiene antecedente alguno.

El cine basura sigue vive. Y, como el lobo de Caperucita, disfrazado de intelectual de tres al cuarto.

Dos tontos muy tontos

Ayer noche estuve cenando, en compañía de Doña Spaulding, en casa de Absence y de my sister. En realidad, tan sólo fuimos porque no teníamos que comer en casa (estamos a mediados de mes y ni los plásticos cubren nuestra subsistencia), y sabíamos que ellos tenían una buena cantidad de quesos y embutidos ibéricos. Entre la cena, el pequeño Absencito (mucho más simpático que su padre) y numerosas críticas a toda la hermandad blogera (les aseguro que no se salvó ni uno solo de ustedes), hicimos la noche completa.

Como recuerdo de ese memorable encuentro, entre efluvios alcohólicos y tiros a portería (ya saben, era noche de Derby en Barcelona), ahí tienen una foto. El tipo desastroso de su izquierda, el enmascarado mejicano, es mi cuñado. El de su derecha, el caballero más digno (¡vaya porte!), es un servidor de ustedes. Las respectivas, detrás de la cámara, apurando los cuatro trozos de chorizo que quedaban.

16.10.04

El Sexo en el Cine (V). Símbolos Sexuales Femeninos

Pues eso, que vamos a por la penúltima entrega de El Sexo en el Cine, repasando, en este caso, algunos de los mitos sexuales femeninos más sobresalientes. Por delante, el tópico: no están todas las que son, pero sí son todas las que están.

Abril, Victoria. Aunque generalmente se las quitaba, siempre será La Muchacha de las Bragas de Oro.
Andress, Ursula. Bajo el Sol Rojo, se convertía en La Diosa de Fuego.
Arquette, Patricia. A más de uno le encantaría encontrar una Carretera Perdida para llevar a esta tentadora y desbordante mujer.
Bardot, Brigitte. Y Dios Creó a la Mujer... para después acercarla a las focas.
Basinger, Kim. Tan sólo Nueve Semanas y Media fueron suficientes para querer tener una Cita a Ciegas con ella.

Berry, Halle. No significó ninguna Decisión Crítica darle el Oscar a esta tentadora Catwoman de color.
Campbell, Neve. ¡Cuantos Juegos Salvajes tendríamos con ella!
Cruz, Penélope. Si se le acerca y le dice al oído, suavemente, “Abre los Ojos”, se puede quedar, incluso, Sin Noticias de Dios.
Curtis, Jamie Lee. Su turbadora presencia volvió locos a todos los psicópatas de los ochenta y, posteriormente, demostró que los stripteases no son Mentiras Arriesgadas.
Diaz, Cameron. Hay tantas Cosas Que Diría con Sólo Mirarla... Y es que, por muy gamberra que sea, Ella Es Única.
Ekberg, Anita. La sueca instalada en Italia que nos colapsó a todos, demostrándonos que retozar en plena Fontana de Trevi era el sumum total: La Dolce Vita, vaya...
Fonda, Bridget. Muchos Solteros, con ella, serían felices consiguiendo Un Plan Sencillo.
Fonda, Jane. La Ingenua Explosiva que se convirtió en Material Americano de alta calidad.
Gardner, Ava. El animal más bello del mundo... fue una Condesa Descalza.
Griffith, Melanie. A buen seguro, antes de sus quilos de más (en cuerpo y labios), provocó Algo Salvaje a más de uno.
Hayworth, Rita. Una sonora bofetada y un suave guante negro elevaron a la categoría de mito erótico a La Bella del Pacífico.
Jolie, Angelina. Poco menos de Sesenta Segundos necesita para conquistar a tantos hombres como quiera. Es una verdadera Coleccionista de Huesos.

Jovovich, Milla. Sin Motivo Aparente, muchos querríamos encontrarle El Quinto Elemento y, a poder ser, a oscuras.
Judd, Ashley. Diciendo Toda la Verdad se convertirá en una Coleccionista de Amantes.
Lange, Jessica. Empieza el Espectáculo cada vez que tenemos Dulces Sueños con ella, incluido el mismísimo King Kong.

Lollobrigida, Gina. Pan, Amor y Fantasía para La Mujer Más Guapa del Mundo.
Loren, Sophia. El mito latino más contundente. Lady L era dinamita pura.
Lys, Ágata. Para los más mayores del lugar, en los 70, su presencia significó todo un Trauma. Nuestra Marilyn española. Está claro que, por entonces, éramos Los Santos Inocentes.
Monroe, Marilyn. La Tentación Vive Arriba, abajo y en el centro... O sea, 90-60-90... y unas gotitas de Channel 5 para dormir.
Montiel, Sara. Es el claro ejemplo de que cualquier tiempo pasado fue mejor, provocando, en su paso por Holywood, allá por los 50, más de una Locura de Amor.
Moore, Demi. La sex symbol más descarada y sorprendente de la pasada época. Para ella un Striptease nunca supuso una Proposición Indecente.
Novak, Kim. Provocó Vértigo al mismísimo Hitchcock aunque, en realidad, todos nos acabamos enamorando de ella.
Pfeiffer, Michelle. Cuando Llega la Noche esa mujer se convierte en Lady Halcón. Ya podría estar Casada con Todos.
Richards, Denise. A su lado, está claro que El Mundo Nunca Es Suficiente.
Sarandon, Susan. Desde Atlantic City y con un par de limones frescos y salvajes, frotados tiernamente sobre sus pechos, puede provocar alguna Pasión Sin Barreas.
Stone, Sharon. Su presencia, por muy Rápida y Mortal que sea, nos despierta nuestro Instinto Básico.
Taylor, Elizabeth. Fue La Mujer Marcada desde que se convirtió en La gata Sobre el Tejado de Zinc.
Theron, Charlize. Un Noviembre Dulce sería pasar Dos Días en el Valle con ella.

Thurman, Uma. Por mucho que sea La Chica del Gángster, pasaríamos Un Mes en el Lago con ella.
Turner, Kathleen. A pesar de sus quilos de más, aún adivinamos que esta mujer tuvo Fuego en el Cuerpo.
Turner, Lana. Una de las mujeres fatales más inolvidables del cine. Incluso, tan sólo por ella, El cartero Siempre Llama Dos Veces.
Tyler, Liv. Una guapísima jovencita, hija del líder de Aerosmith, que nos haría dar, a más de uno, un Giro al Infierno. Una verdadera Belleza Robada y turbadora.
Verdú, Maribel. Que Belle Epoque vivmos cuando aún estaba entradita en carnes. Con sólo Tres Palabras suyas nos planteábamos El Juego Más Divertido.
Weaver, Sigourney. Tan sólo con sus braguitas como único atuendo, puede turbar al mismísimo Alien: verdaderas e irresistibles Armas de Mujer.
Welch, Raquel. Hace un Millón de Años descubrimos que sus curvas valían un Potosí.
Zeta-Jones, Catherine. Canela en rama. Alta Fidelidad. Sería una Crueldad Intolerable no reconocerlo.