28.10.04

Santo, ese hombre

Esta mañana ha caído en mis manos una joya en formato de DVD. Y no he podido aguantar ese morbo especial que me ha dado y, rápidamente, aún sin afeitar ni lavar, en pijama y zapatillas, me he puesto a mirarla. Se trata de una película más, mejicana, de la serie sobre Santo el Enmascarado de Plata, ese luchador encomiable que no se sacaba la máscara ni en sus momentos más íntimos y que, totalmente inconsciente de ello, potenció su estupidez al máximo, a través de un sinfín innumerable (e interminable) de títulos, a cual peor, en los cuales, se enfrentaba contra todo tipo de seres malignos y poderes satánicos. En este caso se trata de Santo en El Museo de Cera, co-dirigida por Alfonso Corona Blake y Manuel San Fernando. Aunque, en los films protagonizados por el aguerrido Santo, lo que menos importa es su director. Fuera quien fuese el que estuviera detrás de la cámara, todas esas películas tenían los mismos defectos.

No nos engañemos. Los títulos de ese luchador enmascarado son subproductos más bajos, si cabe, que toda la serie de películas que, en Norteamérica, filmó Ed Wood. Parece imposible, pero así es. Todos, del primero al último, pecaban de infantilismo e inocencia, pero su visionado siempre asegura una diversión sin límites. No por su historia, ni su filmación, todo lo contrario. Sus guiones eran de lo más delirante y su realización dejaba muchísimo que desear. Montaban una cámara y Santo, delante de ésta, disertaba hasta por los codos -para indicar así su sabiduría como efectivo investigador- y se daba de leches con todo aquel que le plantara cara. Ahora un monstruo, después un alienígena o un ser diabólico. Pero no vean que seres más cutres y horteras amenazaban la seguridad de nuestro héroe y de la sociedad mejicana. Incluso, a veces, de la Humanidad. Ellos, esa fauna peculiar de toda la extensa filmografía de Santo, por sí solos, se merecerían estar en un cuadro de honor.

En este caso, nuestro solitario enmascarado, deberá investigar las inexplicables desapariciones de varios ciudadanos de México D.F. Desapariciones, todas ellas, cortadas por un mismo patrón, ya que, en todos los casos, las víctimas acababan de visitar un tenebroso museo de cera, el Museo de Cera del Doctor Karol (Claudio Brook, un tipo de extraordinario parecido físico con Michael Rennie, aquel famoso marciano del ya célebre Klaatu Barada Nikto). Llevando una investigación paralela a la de la policía, Santo empezará a sospechar del tal Karol, un tipo siniestro y con un pasado oscuro. Y es que en donde Santo pone el ojo, pone la bala, ya que el perverso tipo, un mad doctor de mucho cuidado, secuestra a víctimas inocentes para reconvertirlas en estatuas para su particular galería del horror. Una galería, por otra parte, que es todo un homenaje (un tanto palurdo) a los clásicos de terror de la Universal de los años 30, ya que en ella tiene expuestos a todos los seres diabólicos que protagonizaron aquellas entrañables cintas, desde la criatura del doctor Frankenstein a un grupo alucinante de hombres lobo que, más que licántropos, parecen cerdos humanos peludos.

Han de tener en cuenta que, una década antes, en 1953, André de Toth había triunfado en todo el mundo con una cinta rodada en 3 dimensiones, Los Crímenes del Museo de Cera y que, a los responsables de la serie sobre el luchador plateado, les molaba un montón copiar éxitos norteamericanos. Aunque su especial remake les quedó realmente psicotrónico. No sé quién fue el descubridor del término psicotrónico para este tipo de productos pero, realmente, el individuo, dio en el clavo del todo. Psicotrónica y delirante. Por absurda y ridícula. Y alucinada. Ésta, en concreto, tiene un par de momentos ciertamente jocosos. Uno de ellos es el primer encuentro entre Santo y el doctor Karol. Ambos desgranan un diálogo apto para besugos. Inolvidable, la verdad. El otro es el primer contacto del enmascarado con la hermana y el futuro cuñado de una chica desaparecida, a la que el mad doctor de turno tiene ganas de convertir en la mujer pantera. No tiene desperdicio, tanto por las cosas que se cuentan entre ellos como por sus innumerables errores de racord. Y en un tiempo mínimo todo ello, en menos de tres minutitos.

El resto, si alguna vez han visto alguna película de éste personaje, es lo de siempre. Numerosas luchas y persecuciones con seres deformes de todo tipo y la inevitable y habitual aparición de un policía, fumando en pipa y con el sombrero calado, que intenta aclarar, con su explicación, todo lo que el guionista no ha sabido plasmar hasta el momento. Y la verdad es que tampoco aclara nada de nada, ya que tras esa charla, un monólogo en el que normalmente Santo presta una atención absoluta, el espectador se queda igual que antes. Pero Santo no. Santo es más inteligente que cualquiera de nosotros y rápido ata cabos. Incluso sorprende al policía demostrándole que sabe de la historia más que él. Y lo resuelve solito. A base de hostias y estrafalarias llaves grecorromanas. Para sacarse el sombrero.

Y, como siempre, nos suelta tres combates de lucha libre en el cuadrilátero. Una película de Santo no sería una película de Santo (valga la redundancia) sin este detalle. Siempre tiene que haber alguna cosa que sobra, como ocurría, salvando las distancias, en las películas de los hermanos Marx con los números musicales. Y aquí son esas luchas en el ring que, curiosamente, en ésta, aún tienen su pase, pues, rompiendo costumbres, Santo se las da y se las compone con un par de luchadores sin máscara. Un francés, bastante amanerado aunque chuleta, y el mejor de todos, un gran hallazgo, casi, casi, lo más impactante de éste título: el Cavernario Galíndez, un tipo bajito, con una mala leche imponente que, tras caerse del ring, debido a una fuerte arremetida del héroe enmascarado, se encabrona y, para calmar su furia, arremete a mamporrazo limpio con los espectadores de las primeras filas.

Otro día les seguiré hablando de Santo. Y es que este hombre, en mis momentos más bajos, me da unas alegrías inenarrables. Mientras, si no lo conocen, háganse con uno cualquiera de sus títulos. No se arrepentirán. Y véanlo con más gente. La diversión está asegurada. No tiene rival.

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