6.10.04

Madre no hay más que una

En general, el cine de Adolfo Aristarain siempre me había gustado. Es un tipo que normalmente sabe atraparme en sus historias. Ese aire intimista que irradian la mayor parte de ellas le dan un toque ciertamente personal. De eso que algunos se empecinan en llamar de autor. Trátese de una historia dura (Martín Hache) o de un relato emotivo (Lugares Comunes), el realizador argentino deja siempre su característica huella, empezando por una envidiable dirección de actores.

No negaré que he ido a ver Roma con la seguridad de que iba a disfrutar con el nuevo título de este director. Y la verdad, la película se me ha puesto cuesta arriba. He tenido la sensación de asistir a una especie de cajón de sastre, en el que se apuntan un montón de ideas y que, por el contrario, sólo llega a desarrollar al cien por cien una de ellas, la del irrefutable amor de una madre viuda por un hijo un tanto jetas. El resto quedan mínimamente esbozadas, esquemáticamente sintetizadas. Y lo que es peor, para plasmar todo eso en pantalla, ha necesitado dos horas y media largas de metraje que, desgraciadamente, se pierden en pedanterías un tanto snobistas y en un bache narrativo central muy desalentador.

Roma narra el encuentro entre un lobo solitario ya en decadencia (un escritor falto de ideas) y un joven desencantado (el escribiente que ha de corregir la autobiografía del primero para su edición). Entre los dos nacerá un aire de simpatía y complicidad que les ayudará a romper las barreras culturales e ideológicas que parecían separarles. Al tiempo que el mayor desgrana, a grandes esbozos, su juventud en Buenos Aires, el más joven acabará identificándose con el personaje y las situaciones descritas por aquel.

El modo en que sortea los pasajes más emotivos para no caer en la lágrima fácil y truculenta (un recurso que, normalmente, siempre ha sabido dominar) y algún que otro acierto inteligente (la manera en que Aristarain plasma la complicidad anteriormente citada), consiguen que la película, a pesar de los pesares (que son muchos), acabe resultando formalmente atractiva, incluso academicista.

Realizada a medio camino entre Madrid y Buenos Aires y narrada en tres actos diferenciados (y un tanto forzados), lo mejor de este título se encuentra, sin lugar a dudas, en José Sacristán, un pedazo de actor al que últimamente no veía mucho en el cine y que con su presencia (corta pero precisa) logra levantar el ánimo al más pintado y borrar, casi totalmente de plano, a un Juan Diego Botto cada día más insulso. Y es que al Sacristán aún da gusto verlo. Y oírlo, una vez arrinconada para siempre esa voz de falsete que antes utilizaba como gran técnica.

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