

El estilo narrativo de La Gran Estafa se distancia del academicismo habitual en el cine del autor. La cinta posee un ritmo endiablado. Clifford y Dick, su socio más directo, van de un lugar a otro, tanto en busca de datos como para persuadir de la veracidad de su propuesta al desconfiado editor. Su innegable tono de docudrama resulta de una mezcla entre la compacta Todos los Hombres del Presidente y la fallida El Asesinato de Richard Nixon. Los diálogos se entrecruzan y se pisan unos a otros, lo cual puede resultar un tanto molesto para el espectador. No hay respiro posible para éste si no quiere perderse el hilo de la trama, pues se trata de una especie de carrera contrarreloj que coloca a la platea al mismo paso trepidante del escritor enfebrecido y su ayudante. Todo ello, va en contra de la propia película. la cual, en ciertos momentos y con tan desmesurado apresuramiento, puede resultar incluso agobiante para buena parte del público. Igual de agobiante que, a buen seguro, lo fue para ambos protagonistas en la vida real. Y cuando Hallström ha llegado al límite de su exceso de veracidad, cambia el estilo y entra a saco en vericuetos más irreales, los cuales, a modo de pesadilla dantesca, abren la puerta de los rincones más temerosos de la mente de un literato dispuesto a comerse el mundo y que incluso, en parte, llegó a creerse su propia mentira.
La Gran Estafa es uno de esos títulos que hay que digerir bien y poco a poco; con calma. La primera impresión puede resultar negativa. Pero a medida que uno recapacita sobre las imágenes vistas, descubre la fuerza y la mala leche que envuelve a toda la historia sobre Clifford, Howard Hugues e incluso, por defecto, al mismísimo Richard Nixon quien, por esa época, estaba a punto de ver tambalear su imperio a causa del asunto Watergate. No tan sólo se trata de un retrato psicológico sobre un escritor con ganas de llegar a la cima al precio que sea. Detrás de la espléndida descripción de una paranoia obsesiva, se intuye un malestar social e individual amparado en la ejecución de la política del terror y de las conspiraciones a niveles de lo más sibilino. Una conspiranoia en toda regla.
Un producto extraño y peculiar que, por fin, demuestra la gran valía de Richard Gere como actor. Y es que, en esta ocasión, el hombre está inmenso (todo lo contrario que su partenaire, un apayasado Alfred Molina). Las dualidades de un personaje absorbido por las transferencias cedidas por el invisible (y siempre presente) Hugues -a partir de la imagen y la voz de éste-, son gestionadas a través de una interpretación inesperada (tratándose de quien se trata) y totalmente fuera de serie. Aunque sólo sea por Gere y por acercarse al tema de la paranoia de manera mucho más creíble que lo expuesto en la sobrevalorada Una Mente Maravillosa, vale la pena acercarse al cine y dejarse invadir por la historia de un claro antecesor de Alicia Esteve en lo que al arte del engaño se refiere.
Por cierto. ¿no se han fijado que el crecimiento interpretativo de Richard Gere es directamente proporcional al de su nariz y al de la paulatina desaparición de sus ojitos?
La cuidada fotografía en blanco y negro del experimentado Russell Harlan (capaz de metamorfosear las sombras nocturnas en espectros amenazantes) y la puntualización de la magistral banda sonora compuesta por un inspiradísimo Elmer Bernstein, son dos de los elementos claves que mejor manejó Mulligan para la confección de Matar Un Ruiseñor. Tan sólo con sus créditos iniciales, acompañados de la evocadora música de Bernstein, se crea la atmósfera ideal para enganchar al público a una de las historias más tiernas y emocionantes del cine de los años 60. A través de ellos y de un exhaustivo travelling, se realiza un detallista retrato de los minúsculos objetos que, alojados en una cajita, pasarán a formar parte de la vida de los hermanos Finch y, por extensión, de aquellos que nos sentimos poseídos por los hechos y descripciones que el realizador neoyorquino volcó en esta obra maestra; obra que algunos, y sin razón aparente, han tildado de cursilona. La fuerza interpretativa de un modélico Gregory Peck, el sensible dibujo de una niña que comienza a entender la dureza de la sociedad en la que le ha tocado vivir, y la sabiduría de un guión sin fisuras y capacitado en el arte de deformar la realidad para adaptarla a la visión más simple y ensoñadora de los más pequeños, hacen de este un film ejemplar y único. Una joya en la que, como curiosidad, hizo su debut, tras cierta experiencia televisiva, un actor de la talla de Robert Duvall. El suyo es un papel fugaz, aunque totalmente necesario para entender mejor las intenciones de Harper Lee y Robert Mulligan.
Un alegato (en nada ingenuo) a la igualdad, la hermandad y la justicia y, al mismo tiempo, un canto al peculiar microcosmos en el que se desenvuelve la infancia. Y todo ello debido a la artesanal concepción de un director al que se le debería reconocer, más a menudo, su influencia en el cine actual y del que este año, en una de las retrospectivas habituales del Festival de Sitges, se recuperará El Otro, un título indispensable que abrió nuevas alternativas al género fantástico.
Nunca he sido seguidor de la música de Edith Piaf. Su estilo y su voz no llamaron mi atención. Gracias a La Vida en Rosa he empezado a apreciar el gran esfuerzo vital de una mujer marcada por el dolor. Y, sobretodo, aparte de la película en si misma, gracias también al excelente, sorprendente y creíble trabajo (transformista e interpretativo) realizado por Marion Cotillard para introducirse, al cien por cien, en el cuerpo y el alma de La Möme. Su torturada existencia y la persistencia innata para seguir luchando y salir a flote, son dignos de admiración y respeto; una fuerza tan impulsiva que incluso, en sus últimas horas, la condujo a pisar el escenario del Olympia de París. La misma admiración y respeto que ha demostrado Olivier Lahan al convertir en imágenes la historia de una voz que jamás llegó a ser comprendida del todo más allá de Europa y que, incluso, fue cuestionada en varias ocasiones por el público norteamericano. Una mujer que vivió al máximo y a tope, teniendo que cargar sobre sus espaldas (inclinadas) con una salud frágil y con múltiples (y obligatorias) adicciones; un sobrepeso excesivo que, al final, se la acabó llevando de este mundo a la edad de 48 años cuando, en realidad, su físico aparentaba ser el de una octogenaria.
No sé si ya ha salido en DVD. Si no es así, debe faltar muy poco para ello. Cuando puedan, denle una ocasión. A pesar del mal sabor de boca que les pueda quedar, vale la pena darle un vistazo.
El tópico está servido. Añádanle, a la casamentera y al homosexual, a un antiguo amante de ella y a la amiga madura y un tanto frívola de ambos. Con estos dos en escena, tendrán a uno de los cuartetos más originales y encantadores de la historia del cine. Un cuarteto un tanto desafinado al que, en ciertas escenas, le iría de perlas una de esas risas enlatadas que tanto se utilizan en las sitcoms.
Como a todo buen topizaco, Amor y Otros Desastres tira (y mucho) del enredo provocado por una confusión. Una confusión que, de tan endeble, hace aún menos creíble su débil trama. Y es que la Jacks, en su persistente paranoia por descubrirle un novio a su compañero de apartamento, confunde a todo un heterosexual -hecho y derecho- con una reinona de armas tomar; un personaje éste que, por si fuera poco, está enamorado en secreto de la propia Jacks. Lo nunca visto, vaya. Tantos años de cine para encontrase uno con un argumento así. Los pelos de punta que se me ponen...
Diálogos y chistes dignos de la peor telecomedia de Antena 3, situaciones insustanciales y cameos innecesarios como gran recurso narrativo para huir de la monotonía (la fugaz aparición de Orlando Bloom y Gwyneth Paltrow es un buen ejemplo de ello), no son más que los claros indicativos de que Alek Keshishian tiene que aprender, aún mucho, del film de Edwards que tanto le mola antes de hilvanar su propio Desayuno con Diamantes. Y es que su trabajo no pasa de ser un Desayuno con Mejillones. Los diamantes los perdió por el camino.
Con tanta descripción y padecimiento, me olvidaba citarles que, tras haberse conocido de manera fortuita durante una subasta en Barcelona, la tal Tánger -una vez ya en Madrid- engatusará al bonachón de Coy para que use sus amplios conocimientos marinos en pro de la localización de un bergantín hundido, tres siglos antes, cerca de las costas de Cartagena. Él es un hombre de buen espíritu, pero sospecha que hay algo más que una mera embarcación bajo el mar. La machacona presencia de dos tipos siniestros y peleones que les siguen a todas partes, le hacen pensar aún más que hay gato encerrado. Y es que los miembros de esa pareja sigilosa, con los que tropezará en más de una ocasión, atienden por Nino Palermo y Horacio Kiskoros; un par de personajes peligrosos que, inevitablemente, también andan algo frustrados y enfurruñados debido a sus nombres.
Un producto que promete un poco de cine negro, un mucho de aventuras y un sinfín de enigmas, ha de ser, como mínimo, trepidante y entretenido. Aparte de viajar de una parte a otra del país, ha de ocurrir un poco de todo y sorprender con su ritmo al espectador. Imanol Uribe sólo viaja de una parte a otra del país; del resto, apuesta por todo lo contrario. Ni divierte ni tiene ritmo. Y, por si fuera poco, es predecible en demasiados aspectos. A los cinco minutos, cualquiera puede hacerse una idea de por donde van a ir los tiros. Las reacciones de cada uno de sus personajes saltan a la vista aunque, en este aspecto, no engaña a nadie. La voz en off de Coy, justo después de los créditos iniciales, avisa, de manera textual, que se vio “metido en una historia que, de tan imprevisible, se convirtió en previsible”. Posiblemente aquí resida el gran error de La Carta Esférica: ser más literaria que cinematográfica.
¿Por qué, aparte de Territorio Comanche, no suelen funcionar bien las adaptaciones de las novelas de Pérez-Reverte?