14.10.04

Tequila y Jack Daniels

La verdad es que Tony Scott, el realizador nacido al amparo de su hermano, Ridley, nunca ha estado demasiado afortunado en eso del cine. O, al menos, jamás ha tenido un rotundo éxito como el Alien o el Blade Runner de su consanguíneo. También es cierto que la innata manía de revestir a todas sus películas de una estética más o menos personal, a medio camino del spot publicitario y del vídeo-clip popero, le ha costado más de un merecido disgusto. Tanto es así que, sin haber escarmentado aún lo suficiente, el hombre regresa con El Fuego de la Venganza y con su habitual tratamiento fotográfico, aunque esta vez de manera un tanto más excusable y mejor utilizado, pues, curiosamente, se desmarca como lo mejor del producto. Luego entro en detalles y les cuento.

Aparte de su decoración visual, Tony Scott se ha mostrado totalmente desigual en cuanto a la globalidad de sus trabajos se refiere. En su corta filmografía predominan más los bodrios, esos tufos artificiales que ya no engañan a nadie -como Top Gun, Días de Trueno o Fanático-, que los productos más o menos bien acabados y en los que destaque más la historia a narrar que su imagen. De este grupo, y hasta el momento, tan sólo destacaría tres títulos, Amor a Quemarropa, Marea Roja y Spy Games. El Fuego de la Venganza, el que ahora nos ocupa, se encontraría en medio de los dos bloques, justo al lado de Revenge (Venganza), tanto por su irregularidad como por su enclave geográfico y temático.

Ambientada en la agresiva y contaminada ciudad de México D.F., y recurriendo a la ola de secuestros que sucumbió al país durante la última década, Scott plasma la relación de un tipo solitario -aficionado al Jack Daniels y marcado por un pasado violento- con una espabilada niña, hija de un poderoso magnate mejicano, de la que aceptará convertirse en su guardaespaldas personal. Redimido por ésta, ansiará una cruenta venganza cuando, tras una emboscada, la pequeña sea secuestrada por un grupo organizado.

No hay spoiler alguno en el párrafo anterior, bien se lo puedo asegurar. Eso (y más, mucho más) es lo que nos colaba su machacón trailer publicitario. Pues bien, la película, hasta llegar a la bien resuelta escena del rapto, es melaza de la pura, de la más dulzona. E invierte más de una hora para dejar bien claro que el guardaespaldas borrachuzo y la criaturita se caen bien mútuamente, cuando con sólo veinte minutos escuetos hubiera sido suficiente. Hasta ese punto nada. Mucho lucimiento de Denzel Washington y poco más, excepto pequeños detalles curiosos (especiales para gamberretes) que animan a uno a seguir ante la proyección, como el descubrir la rara metamorfosis física que ha convertido a un decadente Mickey Rourke en el mismísimo William Shatner o en el sorprendente y ¡rojizo! lápiz de labios usado en el maquillaje de Christopher Walken (sacado directamente del tocador de la señorita Pepis).

La película arranca tras el secuestro de marras. Más que arrancar, entretiene, debido a su cambio de ritmo y porque, en esta ocasión (y esperando que no sirva de precedente), la estética del vídeo-clip, de fotografía dorada y quemada, le queda como anillo al dedo, ya que ese montaje acelerado y chispeante aún potencia mucho más la rareza de la polución mejicana, de esa tensa atmósfera callejera y, sobre todo, de esos raudos y fragmentados segundos de vibrante y contundente violencia con que nos golpea cada cinco minutos. Si algo mínimamente interesante tiene este producto es su resolución visual en los momentos más viscerales del mismo, quedando en la memoria del espectador, por ejemplo, un brutal interrogatorio en el interior de un automóvil que, por derecho propio, se convierte en paradigma del sadismo más sangriento.

El resto es lo de siempre. Cierto tufillo fascistoide en las acciones del decadente héroe protagonista (a su lado, Harry Callahan es todo un inocente angelito), poca credibilidad en su resolución final (por improbable, casi milagrosa y plagada de cabos sueltos) y por ese molesto tono religioso, casi bíblico, que siempre queda en el aire tras cualquier tipo de redención.

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