3.8.06

Ustedes lo han querido: EL ÚLTIMO PISTOLERO

El Último Pistolero, una película que no fue muy recibida en su época, ha acabado convirtiéndose, por derecho propio, en un título mítico y casi, casi, me atrevería a afirmar que en un film de culto. Hay un montón de ingredientes que la diferencian de otros westerns ya clásicos. Éste, precisamente, nunca obtendrá la categoría de clásico, pero su elegancia narrativa y su explícita ternura, lo convierten en un producto diferente y único.

Único, ante todo, ya que en este film de 1976 se juntan tres despidas muy concretas: la de un género cinematográfico que se estaba muriendo, la del eterno personaje creado por su orondo protagonista (el pistolero de buen corazón aunque de trato más bien difícil) y, por encima de todo, la del propio John Wayne en su vertiente más humana. En su última película, el héroe americano por excelencia, extrapoló su personaje de ficción a la vida real y, justo en el momento en que su vida se vio afectada por un cáncer irreversible, aceptó encarnar, bajo las órdenes de Don Siegel, el papel de J. B. Books, un pistolero que regresa a un pueblo -al que está atado por ciertas raíces sentimentales- para pasar sus últimos días en él e intentar, al mismo tiempo, dejar este mundo con un mínimo de dignidad. Al igual que el propio Wayne, Books estaba aquejado de un cáncer terminal.

La cinta rezuma melancolía, emotividad y tristeza por todas partes. El western se moría y la mayoría de nosotros éramos conscientes de ello. Desde que se le añadió al género el calificativo de crepuscular, pronto tomamos consciencia del poco tiempo que le quedaba a un estilo de hacer cine; un estilo que cautivó a los espectadores de todo el mundo durante muchos años. No es de extrañar que El Último Pistolero se inicie (con la excusa de narrar la vida de J. B. Books), con un excelente montaje que recoge, por orden cronológico, algunas de las escenas antológicas que el propio Wayne interpretó a las órdenes de gente como John Ford o Howard Hawks. Un adiós al western, un adiós a su personaje más representativo a lo largo de décadas y, por extensión, al creador del mismo. Fue el postrero film del actor. Poco menos de tres años después de finalizado el rodaje, el 11 de junio de 1979, John Wayne nos abandonaba para siempre.

El Último Pistolero es una película realizada con el corazón. Don Siegel, maestro de maestros, dedicó más esfuerzo en plasmar los sentimientos humanos que a deslumbrar al espectador con grandes recursos técnicos y visuales. Se trata de un film sencillo, casi un film de connotaciones televisivas. Pero su sinceridad y su ternura van mucho más allá que otro tipo de alardes más pedantillos. Y ello lo demuestra a la perfección el realizador en este trabajo. La escena en la que el personaje de un anciano James Stewart le comunica a Wayne los pocos días de vida que le quedan, es sencillamente genial. No busca la lágrima fácil, pero sí que encoge el corazón. Stewart, el médico del pueblo e íntimo amigo del moribundo, no podía faltar a la despedida cinematográfica del hombre que, gracias a su silencio, acabó convirtiéndole en un político reputado en la magistral El Hombre Que Mató a Liberty Valance.

John Wayne, como actor, en esta ocasión, está prodigioso. Sereno, duro, afable y, al mismo tiempo, un cascarrabias de mucho cuidado. Cuando es necesario, suelta un moco para espantar a aquellos que quieren convertir su cantada muerte en un negocio millonario; y, al contrario, se muestra capaz de demostrar aprecio y cariño por los que se acercan a él sin ninguna mala intención. Él sólo quiere pasar sus últimos días en paz, agarrado a la botella de láudano como si se tratara de ese whisky milagroso que le acompañó a lo largo de todas sus películas. Su intención es aceptar su propia muerte sin consejos ajenos, aunque no descarta, aconsejado por su doctor de confianza, someterse a una eutanasia muy particular.

Y en esa fiesta de despedida mortuoria, aparte de James Stewart y de recuperar la figura de Lauren Bacall en un papel inolvidable, hubiera sido un detalle demasiado descortés el que fallara un nombre que acompañó al actor homenajeado en muchos de sus films: John Carradine. En su eterno y oscuro rol del propietario de la funeraria del pueblo, con sus largos dedos -desgastados y deformes por culpa de la artrosis-, tiene una de las escenas más frescas e ingeniosas de El Último Pistolero, justo cuando mantiene una macabra conversación, llena de toques de humor negro y sardónico, con el personaje de John Wayne. Una maravilla que define, a la perfección, la mayoría de encuentros que tuvieron ambos actores a lo largo de sus filmografías.

La presencia de un jovencísimo Ron Howard, antes de empezar con su irregular carrera como director, ofrece la posibilidad de encontrar el reemplazo del pistolero al que hace alusión el título. Un reemplazo teórico, de boquilla, pues Howard no tenía ni la intención y ni siquiera poseía la suficiente entidad como para aguantar demasiadas horas ante una cámara. Pero sin embargo, él forma parte imprescindible de la escena final; una escena dura, compacta y dotada de un montaje trepidante, deudor directo del famoso y antológio tiroteo de Raíces Profundas. En El Último Pistolero Howard es Gillom, el problemático hijo de la viuda Bond Rogers (Lauren Bacall); un chico que siente una admiración profunda (y, al mismo tiempo, morbosa) por la figura del hombre recién llegado al pueblo y del que querría heredar sus pasos como pistolero mítico.

Una película irrepetible; imprescindible. No queda ya nadie con la misma fuerza que tenía John Wayne en una pantalla grande. Serán cuestionables sus dotes como actor, pero también es innegable que era un tipo con una presencia única a la hora de dar vida a ciertos personajes. No es de extrañar que su nombre acabara convirtiéndose en toda una leyenda. Tras ver El Último Pistolero y la valentía con la que el actor afronta su propio problema real, es de menester citar una frase que lo define al cien por cien: “genio y figura hasta la sepultura”. Y es que, aunque muchos no quieran reconocerlo, Wayne era grande; muy grande... y, además, en todos los aspectos.

Curiosamente, el lunes de la semana pasada, La 2 de TVE emitió esta película. Lo hizo tirando mano de un doblaje infecto; de esos doblajes que pueden cambiar todas las intenciones iniciales del realizador. Personalmente, tuve la suerte de volverla a visionar, esta misma semana, gracias a una copia en versión original subtitulada que proyectó, hace algún tiempo, Digital +. Y les puedo asegurar que oír las verdaderas voces de Wayne, Bacall, Stewart y Carradine es un placer añadido a un film honrado que es capaz de hablar de la muerte sin recurrir, para ello, a falsas moralinas, baratas y conformistas.

Les aseguro que nunca me cansaré de revisarla.

1 comentario:

Anónimo dijo...

pues la pelicula para mi es ya un clasico. el Duke era mucho mejor actor de lo que muchos creian. solo ver sus interpreaciones en el hombre tranquilo, centauros del desierto y en muchisimas mas peliculas nos hace recordar lo magnifico actor que ea. Y desde luego tenia una personalidad arrolladora. Hawsk decia que para hacer un western colocabas al Duke y no hacia falta casi ni guion. la peli esta es soberbia llena de actores clasicos, de los que inspiraban emocionoes. en fin irrepetible peli como dices