Y llego la octava jornada del festival, o sea, el
penúltimo día del Sitges 2016. Y empezó en el Auditorio del hotel Meliá con
uno de los títulos más esperados del certamen, el The Neon Demon del para mí sobrevalorado
Nicholas Winding Refn; un film tan complicado como su propio apellido. Y, cuando
digo “complicado”, me refiero a que es una nueva tomadura de pelo y otra
gafapastada del director. En ella, asistimos a una historia que se puede leer
desde distintos puntos de vista (vampirismo incluido, según los más
enteradillos del lugar), y que narra, de forma muy plomiza, los avatares y las
pajas mentales de una joven (excelente Elle Fanning, lo mejor del aborrecible desaguisado)
que llega a Los Ángeles con la intención de triunfar como modelo. Allí, lo
único que conseguirá es la envidia de sus nuevas y estiradas colegas, al tiempo
que entra en una espiral de crímenes y fenómenos difícilmente comprensibles.
Todo ello bajo el prisma de un realizador que se muere por pasar a ser el David
Lynch del siglo XXI. Vaya, que no se entiende nada de nada, tal y como sucedía
con su anterior película, la igualmente nefasta Sólo Dios Perdona, vista en
este mismo festival el pasado año. Todo muy bonito visualmente hablando, pero
en el fondo (y de nuevo) caca de la vaca. Cada vez más estoy convencido de que
la excelente Drive se la hizo un buen amigo.
Entusiasmado aún con la rueda de prensa de
Christopher Walken del día anterior, decidí repetir la experiencia y, en esta
ocasión, asistir a su fabulosa Master Clase. Una manera como otra de compensar
los desatinos del insoportable trabajo del Winding Refn de las narices.
De hecho, The Neon Demon no sería la única burrada
que vería ese día. Después de disfrutar con Walken, me tocó sufrir de lo lindo con
una animalada como un templo con la proyección de Hardcore Henry, una ópera
prima coproducida por Rusia y Estados Unidos que, dirigida por un tal Ilya
Naishuller, plantea una nueva vuelta de tuerca sobre los productos filmados con
cámara subjetiva. En este caso, nos tocó el turno de ponernos en la piel de un ciborg
preparado para la guerra que, ante el constante acoso de un científico maligno
y tocado del ala, quiere atraparlo a toda costa para completar su ejército de
soldados cibernéticos. Más cercana a un video juego que a una película, la
propuesta del debutante Naishuller está plagada de violencia y acción: es un no
parar, con la cámara arriba y abajo, matando a todos cuantos se cruzan en su
camino. Una filmación tan alocada que sería aconsejable entrar en la sala de
proyección con unas cuantas biodraminas a mano. No busquen nada más que eso:
disparos, persecuciones, saltos, mamporrazos y sangre a borbotones. No existe
guión ni nada que se le asemeje. En realidad, la trama le importa un pito a su
director. La cuestión es correr y correr y meter a saco, como sea, algún que
otro guiño cinéfilo -que eso siempre da prestancia-, como el homenaje (nada
velado) que le hace a La Dama del Lago (1947), posiblemente una de las pioneras
en eso de la cámara subjetiva. Pena, penita, pena.
Ya de noche, de nuevo en sesión golfa, tocó Viral,
un film norteamericano dirigido mano a mano por Henry Joost y Ariel Schulman.
La cosa es sencillita pero, al menos, no aburre. Un trabajo claramente dirigido
a los teenagers del lugar que incide en un tema ya de sobras tocado por el cine
fantástico, el de una epidemia mortal que convierte a los seres humanos en
verdaderas sabandijas asesinas y sedientas de sangre. Todo ocurre alrededor de
una joven y su hermana, ya que ambas, en compañía de algún que otro noviete,
lucharán para subsistir en el interior de la casa familiar de ellas, situada,
¡cómo no!, en una urbanización de esas tan yanquis y que tanto encantan a
Steven Spielberg. La verdad es que no aporta nada nuevo al género, pero al
menos no molesta y se digiere sin mucha dificultad. Eso sí, a la hora de
haberla visto, uno la olvida para siempre. Y a otra cosa, mariposa.
Cerrando la jornada, llegó a altas horas de la madrugada
un nuevo disparate más: Worry Dolls, una cinta norteamericana de serie Z que,
dirigida por Padraig Reynolds, es una de esas llena de actorcillos de tres al
cuarto y de guión y puesta en escena ridículamente infumables. En ella, unas
extrañas y minúsculas muñecas (las Worry Dolls del título, o sea, unas “muñecas
quitapenas”) que habían pertenecido a un brutal serial killer, convertirán a
todo aquel que las toque en un asesino sanguinario en potencia, incluida la
hija pequeña del caótico policía protagonista; una niña que, al contacto con
las mismas, se transformará en una especia de Chuky, el muñeco diabólico. No
hay que buscarle la lógica por ningún lado: sólo dejar que la acción (patatera
donde las haya) vaya causando estragos y muertes por doquier. Una fantochada de
muchísimo cuidado, de esas que, en otras épocas, habrían pasado a engrosar las
estanterías del vídeo-club más tirado del barrio.
Otra jornada ciertamente patética. Suerte de la lección
de gran cine que nos regaló Christopher Walken.
Y, próximamente, el día final: la novena y última
jornada.
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