Ya en la tranquilidad de mi domicilio y con la
conexión a Internet funcionando a las mil maravilla, retomo las crónicas de un Sitges
2016 que ayer mismo hizo público su Palmarés y al que pueden tener acceso
dándole al siguiente link. Pues, dicho lo dicho, pongo manos a la obra,
empezando aún por las postrimerías de la cuarta jornada, lunes 10 de octubre.
Por la noche, y siguiendo en el cuarto día de
Festival, dentro de la sección Seven Chances -que es esa en la que un crítico
reputado elige una película para ser proyectada en el certamen-, se pudo ver The Silenced, otra cinta de Corea del Sur dirigida por Lee Hae-young, un pedante de
muchísimo cuidado viendo los resultados de su aburridísima propuesta. En ella,
una niña enfermiza es ingresada en un internado femenino que, al mismo tiempo,
ejerce las funciones de centro de salud, lugar en el que la recién llegada, en
un principio, se verá despreciada por sus nuevas compañeras hasta que, poco a
poco, logre intimar con algunas de ellas y descubra que, tras las
desapariciones de varias chicas, se encuentra un complot político militar de
alta envergadura. Un desvarío de muchísimo cuidado, aunque de elaborada
fotografía, que peca, ante todo, de poseer un pésimo guión que dificulta al
espectador el poder entender qué coño está pasando en pantalla. Aparte de eso,
aclararles que personalmente, siempre me hago un la picha un lío a la hora de
distinguir ciertos rostros orientales, con lo cual, respecto a las numerosas
chicas protagonistas, nunca logro saber cuál es cuál. Vaya, una empanada como
un templo. O será que ya llevaba muchas horas de cine encima para centrarme
como Tutatis manda en la película. Para mear y no echar gota.
Suerte que después, en sesión golfa, a la una de la
madrugada, cayó The Neighbor, un estimulante y violento thriller de serie B
dirigido por Marcus Dunstan, el de The Collector y su secuela. Su planteamiento
es exquisito: una pareja con un modus vivendi un tanto peculiar habrá de sufrir
el puteo que les infringirá el tarado de su vecino, un cazador fascista,
machista y racista, totalmente imbuido por las sentencias y el estilo de Donald
Trumb. El juego de la superviviencia acaba de empezar. La cosa tiene ritmo y es
contundente, al tiempo que al realizador le funciona a la perfección ese tono
políticamente incorrecto y amoral con el que dibuja a sus dos atípicos héroes,
un pareja de amantes que, para subsistir, trabajan como enlaces de mulas para
un narco. Tiene empaque y muchísima trempera aparte de incluir, en uno de sus planos
finales, un claro guiño a la inolvidable La Huida de Sam Peckinpah.
Y, para seguir manteniéndonos a todos despiertos, a
continuación otra sobredosis de violencia y acción en otra serie B ciertamente
atractiva: Carnage Park. Mickey Keating es su director y guionista quien, de
manera acertada, ambienta su película en las carreteras de la América rural de
los años setenta y, en la cual, una joven que ha sido secuestrada por un par de
atracadores de bancos, al librarse de estos, tendrá que enfrentarse a un
personaje muchísimo más siniestro: un veterano del Vietnam, totalmente ido de
la olla, cuya gran distracción es convertirse en cazador de aquel que se atreva
a pisar su territorio. Acción, tensión y un mucho de adrenalina a lo largo de
su contundente historia. Un film lapidario del que hay que prestar mucha
atención a su protagonista femenina, una tal Ashley Bell que borda a la
perfección el papel de una mujer indefensa que hace lo imposible por sobrevivir
a los desmanes de un demente sádico y cruel. Lástima que al final su director
pierda un poco los papeles y organice un desaguisado, un tanto caótico, en el oscurísimo
interior de una mina. Pero, aún y así, uno sale del cine con los ojos bien
abiertos.
La quinta jornada, la del martes 11 de octubre,
abrió con una pequeña joya del coreano Park Chan-wook, The Handmaiden, una
historia de timadores, ambientada en los años 30 en la Corea ocupada por los
japoneses, en donde un par de rufianes, un hombre y una chica experta en el
arte del engaño, se aliaran para conseguir que una muchacha adinerada caiga en
las redes sentimentales del primero para conseguir sus favores y, ante todo, la
tentadora herencia de ésta. La chica entrará a trabajar como criada de la
víctima y, entre las dos mujeres, surgirá una relación que podría desbaratar el
maquiavélico montaje urdido. De una belleza plástica insuperable y de una
magnética narración que en nada rompe los cánones clásicos del Séptimo Arte,
Chan-wook nos ofrece una cinta llena de inesperados giros de guión y con tres partes
claramente diferenciadas para contar lo
que va sucediendo en pantalla desde distintos puntos de vista. Suspense,
misterio y, de propina, un puntito de morbo otorgado por una excelente escena de
sexo lésbico. De lo mejor del festival. No en vano, se hizo con el Gran Premio del Público asistente al festival.
A continuación pude disfrutar de otro excelente y contundente producto, Trash Fire, una cinta indie que, dirigida por un tal Richard Bates
Jr., se acerca a las neuras mentales de un joven traumatizado debido a un hecho
violento en el seno de su familia y que, en compañía de su novia y como terapia
para recuperar la normalidad en su vida diaria, decide hacer un viaje a su
pueblo natal para visitar a su despótica abuela y a su propia hermana. Una
comedia altamente cínica y, al mismo tiempo, un drama crítico que dispara con
bala sobre las barbaridades del calvinismo. A destacar, ante todo, el trabajo
interpretativo de su pareja protagonista principal, Adrian Grenier y Angela
Trimbur, así como de Fionnula Flanagan en la piel de una anciana que acaricia
la maldad en cada una de sus frases y de sus actos. Un trabajo sencillo,
filmado de manera plana aunque amparado en un guión magnífico y dotado de un
final impactante capaz de dejar en silencio absoluto la sala de proyección.
La jornada la acabé con otra interesante cinta que,
al igual que en Carnage Park, nos vuelve a remitir de nuevo a la caza del
hombre, aunque bajo un punto de vista
muchísimo más crítico ya que, en este caso, el cazador es un tipo fascistoide y
racista cuya principal distracción estriba en disparar a matar contra aquellos inmigrantes
que entran de forma ilegal en territorio estadounidense. Se trata de Desierto, el
segundo largometraje de Jonás Cuarón, el hijo de Alfonso Cuarón quien, con mano
firme, afronta un trabajo que sobresale por su dominio total de la tensión y la
acción, al mismo tiempo que hace un dibujo tremendamente espeluznante de los
adoradores del ideario de Donald Trumb (y ya va le segunda sobre personajes
similares en pocas horas). Una historia mínima, con poquísimos actores, filmada
en su totalidad en el desierto y en la que exprime al máximo todas sus
posibilidades, empezando por la elección de un magistral Jeffrey Dean Morgan
para dar vida al tremendo villano y la de Gael García Bernal en la piel de un
hombre que, casi en solitario, lucha por su supervivencia. Hora y media de exquisita mala leche y angustia. Una pequeña joya en bruto, con una de esas escenas
salvajes que hacen aplaudir al unísono a todo el Auditorio y en la que una
bengala de auxilio se convierte en el principal centro de atención.
Y, en el próximo post, a por la sexta jornada. Hasta
pronto.
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