19.12.06

Ustedes lo han querido: EL DÍA DE LOS ENAMORADOS

1959, un año -cinematográficamente hablando- modélico. Mientras medio mundo se deleitaba con títulos como Anatomía de un Asesinato, Ben-Hur, Con Faldas y a lo Loco, La Dolce Vita o Con la Muerte en los Talones, en Barcelona nacía un bebé refunfuñón que, con el tiempo, adoptaría el nombre de Spaulding. Justo ese mismo año, en este país, se estrenaba con todos los honores El Día de los Enamorados, una glosa cursi y ñoña sobre el edulcorado personaje de San Valentín, el patrón de los enamorados. Y es que, señoras y señores, España y yo semos asín de cutres.

Su director fue el desaparecido Fernando Palacios, un mañico con mucho oficio que, aparte de El Día de los Enamorados, tiene en su haber dos de las películas más taquilleras de los años 60 en nuestra piel de toro, Tres de la Cruz Roja y La Gran Familia, aquella alabanza patria a la unidad familiar que se hizo muy popular por perder al pequeño Chencho, en medio de una feria navideña, entre zambombas y panderetas. La exlamación de "¡Chencho! ¡Chencho!" fue el claro antecedente del "¡Chanquete ha muerto!". Sociología pura y dura.

Hasta donde mi memoria alcanza, cada 14 de febrero (¿o es el 23-F?) y desde tiempos casi inmemoriales, un canal televisivo u otro emite El Día de los Enamorados (cuyo título en inglés, Valentine’s Day, queda como más bonito). ¿Masoquismo? ¿Tradición? Sea lo que sea, cada nueva proyección demuestra que la película ha quedado de lo más rancia, al igual que ocurre con su color. Estoy seguro que llegará un momento de tal degradación que, el día menos pensado, el Eastmancolor original desaparecerá por completo. Al menos, la copia que pillé para revisarla estaba dotada de un tono sepia que tumbaba de espaldas.

Un ángel a las órdenes de San Valentín, baja a Madrid con la intención de arreglar los entuertos amorosos de unas cuantas parejas. Ellos son castizos, demasiado brutotes y, claro, no están del todo por la labor. Sus chicas respectivas, aparte de los arrumacos, quieren un poco más de cariño y de atención; las pobrecillas están hasta las narices del extraño comportamiento de sus novios, ya que, para ellas, los celos, el fútbol y la indiferencia se han convertido en sus rivales más directos. Y ese peculiar ángel de la guarda, todo un caballero elegante y educado –tal y como mandan los cánones en cuestión de querubines-, aún lía más a sus parejas protegidas con sus rebuscados consejos. Tanto enreda la historia que su superior, el mismísimo San Valentín (un hombretón de barba canosa y poblada), le ha de llamar la atención. Un viajecito en ascensor hasta el cielo (de Madrid al cielo) y un cara a cara entre el jefe y el angelote, harán que éste cambie de estrategia y resuelva cuantos conflictos sentimentales tenía que enmendar.

Tipical Spain. El macho era muy macho, muy ibérico él. La fémina, en cambio, era muy mujercita, como recién salida de un cuento infantil dedicado a futuros chulotes (suerte que, en esos años, el colectivo feminista aún no estaba muy despierto). Su argumento central, aparte de cursilongo y retrogrado, era de lo más previsible e insulso, pues la verdadera chicha de la película -aparte de algún gag aislado- residía en sus magníficos actores. Ahí estaban todos, del primero al último, metidos a lo bruto, casi con calzador. Daba igual el tiempo que estuvieran en pantalla, pero en El Día de los Enamorados la mayoría de ellos tuvieron su espacio, aunque éste fuera pequeñito; hasta resulta raro que, por tamaño, no estuviera Alfonso del Real. Tony Leblanc, Conchita Velasco (antes de pasar a ser Concha) y Jorge Rigaud eran las estrellas. Y tras éstos, un número inacabable de espléndidos secundarios: Antonio Casal, José Orjas, Tip y Top, Luís Barbero, Quique Camoiras, Manolo Gómez Bur, Mabel Karr, Katia Loritz... Profesionales como la copa de un pino, al igual que su director, pues, a pesar de la ñoñez que denota la película, ésta estaba realizada con un oficio increíble. Es lo que había. Por desgracia (o por la gracia de Dios), unos señores de negro no dejaban hacer mucho más. Y ellos, con ese envidiable oficio que demostraron título tras título, hicieron grande un cine que se estaba forjando con letras minúsculas.

Y por si fuera poco para tan magna obra, áún perdura su música y, ante todo, una cancioncilla inolvidable que, para la ocasión, compuso Augusto Algueró con la ayuda de sus inmensas gafas oscuras y de su piano; una cancioncilla que ha terminado siendo un clásico en el universo de las bandas sonoras del cine español; un estándar que merecería haber sido versionado por el propio Frank Sinatra. De todos modos, nunca perderé la esperanza de que el gran Tony Bennett la incluya en su próximo álbum. Por si en alguna ocasión entra en el blog, le dejo a Mr. Bennett un YouTube de los créditos iniciales en el que suena el insuperable tema principal (sí usted no es Tony Bennett, no es necesario que le dé al play).

Por favor: otro día no sean tan crueles con sus peticiones. Piensen que uno ya es mayorcito y no está para según que trotes. Además, el tiempo es oro, y con El Día de los Enamorados se me han esfumado 95 preciados minutos de mi atolondrada existencia. Por suerte, la fuerza cautivadora del tema del insigne Algueró y una doble dosis de mi medicación habitual, han compensado gratamente esa pérdida de tiempo. Menos da una piedra.


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