5.3.12

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Después de la estimulante Concursante y la tensa y claustrofóbica Buried, el gallego Rodrigo Cortés estrena su tercer y más ambicioso film hasta el momento, Luces Rojas; una especie de collage sobre cine fantástico -vertiente fenómenos paranormales- que no acaba de cuajar del todo en su propuesta.

La cinta muestra las investigaciones llevadas a cabo por dos miembros del Centro Científico de Investigación Paranormal, los doctores Margaret Matheson y Thomas Buckley, para desvelar el posible fraude existente tras ciertas movidas esotéricas. La vuelta a la escena pública del inquietante Simon Silver, un psíquico tras el que se esconde un pasado bastante turbio y siniestro, hará que los dos científicos se planteen un sinfín de cuestiones personales y éticas.

Rodrigo Cortés, para ensamblar el minimísimo engranaje de su cinta, ha recurrido a un montón de referentes del género y, sin orden ni concierto, los ha ido aglutinando para dar cuerpo a su maquinaria. Desde el Shyamalan de El Sexto Sentido hasta el Cronenberg de La Zona Muerta, pasando por el Roger Corman de El Hombre Con Rayos X en los Ojos. En Luces Rojas hay cabida para todo, lo cual hace que, aparte de su afán referencial, se convierta en un producto carente de personalidad propia.

Aburrido e incapaz de crear la atmósfera necesaria para atrapar al espectador, está claramente estructurado en dos partes bien diferenciadas. La primera, y más potable, en la que se presenta el carácter y el sistema de trabajo de los dos investigadores y la segunda, claramente marcado su inicio por un suceso diferencial, en donde el realizador decide entrar a saco en las coordenadas de un thriller fantástico con aspiraciones rocambolescas en el que, ante todo, priva cierto aire a lo David Lynch (con cortinas rojizas incluidas).

Sigourney Weaver se alza como lo mejor del producto: sobria y convincente a pesar de cargar con un personaje mal definido. Robert De Niro, en la piel del siniestro y “cegatoSimon Silver, hace gala de su faceta más histriónica y se muestra incómodo en el papel, mientras que Cillian Murphy acaba por enervar a las plateas mediante un registro neurótico construido a base de chillidos continuos.

Un film igual de falso que los numerosos e innecesarios golpes de efecto amparados en fuertes impactos sonoros (poco efectivos, todo hay que decirlo): un truco de magia barato para paliar la nula tensión que pretende conseguir a lo largo y ancho de un metraje demasiado abultado para lo poco que cuenta.

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