28.1.08

La real irrealidad

“Sólo las partes más ridículas de esta historia son verídicas”. Con esta cachonda (y veraz) frase, se abre uno de los productos más atípicos (y, al mismo tiempo, irregulares) de la cartelera actual. Se trata de La Sombra del Cazador, el nuevo film de Richard Shepard en el que, al igual que hiciera en el espléndido Matador, su anterior trabajo, sigue mezclando el humor negro (aquí más suavizado y más rayano en el absurdo) con el thriller. En este caso se adentra en las coordenadas del thriller político, ambientando la mayor parte de su metraje en Bosnia, justo cinco años después de finalizada la guerra.

La Sombra del Cazador se basa en un artículo publicado en la revista Esquire y que, a su vez, se inspiraba en un caso verídico en el que se vieron involucrados cinco corresponsales quienes, años después de la contienda, se reencontraron en Sarajevo para intentar dar caza a Radovan Karadicz, uno de los criminales de guerra más buscados por la CIA. Shepard, en su guión, reduce el número de periodistas a tres y, en parte, cuando entra de lleno en el tema central, rompe ese halo de idealismo romántico que poseía la historia al convertir la persecución en una venganza personal.


Lo mejor de la cinta, aparte del tratamiento de irrealidad (y surrealismo) con la que se acerca a ciertas cuestiones reales, se encuentra en su ingenioso prólogo, durante el cual -de forma trepidante y demostrando un gran poder de síntesis narrativa-, muestra la relación laboral y de amistad que mantienen dos reputados reporteros al servicio de una poderosa cadena de televisión norteamericana. Juntos han recorrido más de medio mundo, cubriendo numerosos conflictos bélicos y viviendo todo tipo de aventuras y tragedias. Uno de ellos es Simon Hunt (impecable Richard Gere) un profesional inquieto en busca de la mejor noticia; el otro es Duck (un no muy convincente Terrence Howard), el hombre que portea la cámara tras los pasos y las órdenes del primero. Dos tipos duros y curados de espanto que, un buen día, vieron peligrar su afinidad al acudir a un pequeño pueblo bosnio cuya mayoría de habitantes acababan de ser masacrados.

En ese prólogo, de escasos diez minutos de duración, el cineasta se expande a gusto -y sin reparos de ningún tipo- a la hora de soltar al aire cuatro verdades bien claras y en voz alta. La película, con esa brillante e insólita entrada, promete mucho más que lo que después ofrece. Hay que decir, en defensa de las intenciones de Richard Shepard, que hubiera resultado dificilísimo mantener el mismo nervio (narrativo e intelectual) durante todo el metraje. La mala baba inicial se va diluyendo (aunque manteniéndose, a pequeñas dosis, sin desaparecer), para dar paso a un producto más cercano al cine de entretenimiento que al de ese thriller político al que quiere (o parece) aspirar. Juega al límite, colocado siempre en la frontera entre la bufonada y la mirada crítica y, curiosamente, jamás inclina la balanza más hacia un lado que al otro. ¿Un puro ejercicio de equilibrismo o, simple y llanamente, una prudente corrección política?

Sin ser redondo, y denotando demasiados altibajos en su desarrollo (tanto de guión como de género), se trata, en definitiva, de un título que vale la pena repescar, aunque sólo sea para recordarnos la brutalidad de un conflicto al que, en su día y a pesar de suceder muy cerca de nuestra casa, no se le quiso dar una excesiva relevancia. Y ello por no hablar de los oscuro papeles que, en buena medida, interpretaron tanto la CIA como la ONU; papeles que, por cierto, quedan perfectamente reflejados en el film gracias a un sabroso toque satírico.

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