27.1.08

Ustedes lo han querido: LAS MOMIAS DE GUANAJUATO


En 1972, Santo el Enmascarado de Plata, gracias a sus numerosas películas, ya se había convertido en el profesional de la lucha libre más popular de Méjico. Todo un ídolo de masas que, por su estrellato, incluso llegó a permitirse el lujo de aparecer en Las Momias de Guanajuato tan sólo como artista invitado -el guest star de la función-, dejando todo el protagonismo del film a un dúo de excepción: Blue Demon y Mil Máscaras, este último un tipo que, a cada cambio de escena, aprovechaba (tal y como su nombre indica) para reemplazar sus múltiples antifaces y arroparse con distintas vestimentas. Unos ropajes de lo más colorido y esperpéntico, aunque siempre haciendo juego, de un modo u otro, con sus caretas.

A pesar de las numerosas sospechas, cargadas de connotaciones gays, que puede levantar la foto precedente, les puedo asegurar que los dos héroes son muy machos; unos machos hechos y derechos. Para que comprendan mejor la instantánea, les indicaré que esos dos hombretones tan arrejuntados, en realidad, más que vivir un momento de intimidad, están disfrutando de un concierto ofrecido por la tuna de Guanajuato. Lo que sí puedo aseverar es que, tanto el uno como el otro, están dotados de unas mentes muy, muy, pero que muy pequeñitas. En lugar de estar por la faena, ambos gozan de la música mientras, a muy pocas calles del lugar, varias momias, cargadas de mala leche, andan descuajeringando el cuello a cuantos se cruzan en su camino.

Santo no estaba para muchos trotes. No es de extrañar, por ello, que sólo apareciera en un par de ocasiones a lo largo del metraje. Una, la primera, hacia media proyección y a través de un flash-back histórico en el que su propio padre (interpretado por él mismo), se da de hostias en el cuadrilátero con un feroz contrincante; la otra, justo unos minutos antes del final. Una comparecencia, esta última, más que estelar, pues el renombrado enmascarado, con su presencia, deja totalmente en ridículo las artes de Blue Demon y Mil Máscaras. En un visto y no visto, con cuatro mamporros bien dados y armado de pistolas lanzallamas, el héroe de blanco resuelve el gigantesco embrollo que, con su ineptitud, había orquestado la extraña pareja de luchadores. Sin la llegada de Santo a Guanajuato, el acogedor pueblo mejicano habría desaparecido de la faz de la Tierra.

La trama es de lo más simple y alucinante que uno se pueda imaginar. Amparada en una arcaica leyenda popular, un desaparecido profesional de la lucha libre, apodado Satán -y del cual se exhibe su momia en el museo del cementerio de Guanajuato-, volverá a la vida un largo siglo después de su muerte. La intención del villano momificado es la de retar, en combate, al hijo del tipo que le arrebató el título de campeón del mundo. Como era de esperar, Santo el Enmascarado de Plata será el individuo del que reclama su presencia el renacido Satán. Un Satán zombificado y hecho trizas que, en su retorno y a pesar de haber perdido su máscara, aún luce su ajado uniforme de tonos rojizos.

Excepto Pingüino -el enano borrachuzo que ejerce de guía en las catacumbas donde se aloja el museo-, nadie cree en la resurrección de Satán y del escuadrón de sicarios que le respalda y que, al igual que su amo, los integrantes del mismo fueron también momificados. Blue y Mil Máscaras, ante la poca credibilidad que ofrecen para ellos las palabras del diminuto Pingüino, optan por mantener el silencio. Ambos piensan que todo es fruto de las delirantes visiones de un alcohólico, por lo cual deciden mantener a Santo al margen del asunto: no sea que su amigo, el gran campeón de lucha libre, se vaya a desplazar inútilmente hasta Guanajuato por culpa de las sandeces de un beodo. El gran problema es que, en realidad, Satán ha vuelto y, con su regreso, el terror se ha apoderado de las calles de la ciudad.

Un sinfín de diálogos para besugos entre Blue Demon y el transformista Mil Máscaras; machacones momentos de vacío total -invertidos, la mayor parte de ellos, en mostrar una visita turística de los enclaves más típicos de la localidad-, o una delirante escena entre Blue y su hijo adoptivo en la que se cuestiona la legalidad de su paternidad, son sólo algunos de los inenarrables y psicotrónicos fragmentos de uno de los productos más representativos del cine protagonizado por luchadores mejicanos enmascarados.

No hay que darle muchas vueltas a su ilógico planteamiento, a su patética realización, ni a su surrealista desarrollo. Tan sólo es cuestión de reunirse ante la pantalla con un grupo de amigos, teniendo siempre a mano un buen número de cervezas fresquitas y (a ser posible) alguna que otra sustancia ilegal. El resto, ya es cuestión de cada uno. Dejarse llevar por los desvaríos de tales titanes, es uno de los mayores placeres de este mundo.

Cada vez que reviso éste y otros títulos similares, se me plantea la misma duda. O bien los guionistas y directores se tomaban muy en serio las ingenuidades que realizaban o, por el contrario, eran unos cachondos de muchísimo cuidado. Sólo a un gamberro se le ocurriría la idea de hacer que el propio Santo, como ocurre en el film, se enjuague el sudor de su frente con el dorso de la palma de la mano... ¡sin tener en cuenta que, por en medio, se interpone su mítica máscara plateada! ¿Genialidad o estupidez? En Las Momias de Guanajuato, el propio Blue Demon, a través de una de sus múltiples frases lapidarias, abre un poco de luz sobre el enigma: “hay cosas que aparentemente son inexplicables, pero que tienen una lógica si las analizamos serenamente”. A pesar de esa pinta de mentecato peleón, Blue Demon era un sabio en toda regla.

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