7.1.08

El musical gafapastas

Once es, ni más ni menos, que el musical de moda entre los gafapastas. Un musical diferente, sin coreografías ni orquestaciones, que surgen de la nada, para que los actores canten y dancen en compañía del charcutero del barrio. Un musical que busca el realismo en su puesta en escena y en el que, en ciertas ocasiones (demasiadas), se ha de echar mano de unas gafas especiales para leer su partitura.

Una historia de amores y desamores que avanza al son de las muy particulares canciones que compone su protagonista masculino, un tipo desengañado por culpa de un fallido romance y que, para desahogarse, opta por aporrear su guitarra y cantar en una esquina de la ciudad de Dublín. Por las mañanas, ejecuta temas conocidos de otros músicos y, al caer el sol, se decanta por su faceta más intima al desgranar sus propios trabajos. Su resentimiento amoroso provocará que le cueste, muy mucho, descubrir que la nueva chica que se asoma en su vida está loquita por sus huesos.

No quisiera desengañar a nadie, pero todo cuanto ofrece Once suena a manido; a la típica película de autor con ínfulas intelectualoides. Lo visto una y mil veces anteriormente, aunque con la particularidad de que sus dos personajes principales expresan sus sentimientos más personales a través de la música; en el fondo, éste es el único toque que la diferencia de otras cintas de temática similar. Un acierto a medias puesto que, de entre los dieciséis temas que suenan, tan sólo un par o tres resultan de verdad atractivos. El resto es pura rutina repetitiva, llena de acordes desafinados y alaridos de angustia vital.

Su director, el irlandés John Carney, se ha querido dar el pegote mediante esta (en teoría original) variante musicovocal y callejera, otorgándole así un halo distinto a aquellos habituales y desarraigados personajes que suelen pasearse por este cine de vis tan urbanita. Es indiscutible que sus intenciones son buenas; no tanto sus resultados. Es uno de esos títulos en los que cuesta entrar; primero, por la endeblez de su argumento (chico pierde chica y encuentra a otra, aunque sigue pensando en la primera) y, segundo, por ese machaque continuo de cantos cargados de letras amargas (también, en teoría, de una profundidad abismal).

Personalmente, sólo entré en ella por momentos. Muy pocos; esporádicos y aislados, pero he de reconocer que, algunos, hasta incluso brillantes. Y, en general (excepto raras excepciones), me ocurrió en aquellos pasajes en los que la música desaparece para dar paso al diálogo y a las situaciones cotidianas, tal y como ocurre con un paseo por las calles del centro de Dublin, durante el cual su protagonista femenina arrastra una aspiradora por el suelo, mientras el guitarrista carga con su instrumento colgado a la espalda. Toques de normalidad que, al mismo tiempo, chocan con la pretenciosidad con la cual afronta otras escenas, como la de un travelling nocturno (e innecesario), en el que la joven del electrodoméstico va camino de su domicilio, portando como calzado una de esas horteras zapatillas en forma de muñeco de peluche. ¿Pedantería y transgresión, o sencillamente pedantería a secas?

Para musicales gafapastas, me quedo con Corazonada (One From The Heart), aquel que arruinó a Francis Ford Coppola a principios de los años 80, obligándole a vender, con posterioridad, los estudios Zoetrope de su propiedad. Intelectualilla; a veces igualmente pedantilla, pero ampliamente mágica y visualmente maravillosa. Y es que, a Once, le falta ese toque mínimo de fantasía que el género en cuestión pide a gritos. Con él, sería un producto mucho menos aburrido y más estimulante.

No hay comentarios: