16.12.07

Qué no estaba muerto, no, no... ¡qué estaba tomando cañas!... lereileré...

Estrenada en Barcelona en una única (y pequeñita) sala, llega Muerte de un Presidente, una recomendable película que, a modo de falso documental, muestra el hipotético asesinato de George W. Bush a la salida del hotel Sheraton de Chicago, tras haber intervenido en una charla sobre la economía actual de los EE.UU. Un film que, por su evidente interés y su modesta y modélica puesta en escena, ha conseguido, entre otros, el premio de la crítica internacional (FIPRESCI) en el Festival de Toronto y el Plácido de Plata a mejor largometraje de género en la última edición del Festival de Cinema Negre de Manresa (FECINEMA).

A pesar de lo que muchos puedan pensar y de lo vertido –sin apenas contrastar nada- en algún que otro de esos diarios gratuitos, no se trata de ninguna producción norteamericana. En realidad es un producto íntegramente británico, respaldado por Channel Four y dirigido por un tal Gabriel Range quien, en compañía de Simon Finch en el guión, ha trazado la original y atípica historia de Muerte de un Presidente; un título que, por su tema y tratamiento (nada escabroso), merecía haber tenido mejor suerte en la exhibición en nuestro país.

No es de extrañar que, en EE.UU., hayan recibido la cinta de mala manera. Un par de las principales cadenas cinematográficas americanas se han negado a proyectar la película en sus salas, mientras que la CNN ha prohibido el inserto de publicidad sobre la misma en sus emisiones televisivas. Está claro que meter el dedo en la llaga resulta generalmente molesto. Y eso es lo que precisamente hace Gabriel Range cuando, para llevar a cabo este trabajo (que también podría calificarse de política ficción), entre otras cosas, ridiculiza sutilmente al presidente Bush y a todos sus colaboradores más cercanos.

Políticamente muy contundente y a modo introductorio, opta por mostrar el ambiente de crispación de un numeroso grupo de habitantes de Chicago ante la inminente visita de Bush a su ciudad. Miles de manifestantes expresan su rechazo al presidente luciento todo tipo de pancartas, entre las que destacan aquellas que hacen referencia a la insostenible guerra de Irak. Las fuerzas de seguridad han salido a la calle para proteger la caravana presidencial. El cuerpo de antidisturbios mantiene a los (mal llamados) agitadores lo más lejos posible del Sheraton para evitar una desgracia. Pero tanta movida de seguridad no servirá finalmente para nada.

Narrada en clave de thriller policiaco y jugando con el aspecto de un reportaje real, para su realización no sólo se ha recurrido a un buen número de imágenes de archivo -en las que, gracias a los efectos digitales, se ha colocado a la figura de Bush en el lugar y momento apropiados-, sino que también se ha contado con la colaboración de un nutrido grupo de actores, la mayoría de ellos desconocidos, para dar vida los principales testigos y protagonistas directos del homicidio. Así, ante la cámara, desgranan su testimonio, entre otros muchos, el jefe de la escolta de seguridad del presidente, la consejera personal del mismo y el principal sospechoso del asesinato.

Una investigación criminal de amplia envergadura. La tergiversación de la realidad desde las más altas esferas gubernamentales. Las ansias por convertir aquello que podría tratarse de un caso personal, en un atentado terrorista con numerosas connotaciones post 11-S. Todo ello y más está expuesto en este documento que, según su propio director, sería el reportaje que muchas de las televisiones a nivel mundial emitirían un tiempo después de la muerte de su presidente.

Una sonora patada en plena entrepierna de la administración Bush y sus aires imperialistas, pero que sin embargo, y a pesar de esas buenas intenciones que parecen dominar el cine político y social actual, falla en su (para mí) errrónea resolución al caer en el mismo y grave error que llevan arrastrando, desde hace centenares de años, los distintos gobiernos y cierta parte de la sociedad de ese país.

Me imagino al propio Bush asistiendo a un pase privado de la película y, además de ver su fotografía en medio de una gigantesca corona de flores durante su pomposo funeral, descubrir que ha sido retratado como un fascista y un palurdo graciosillo a través de sus parlamentos. Levantarse de su asiento con cara de pocos amigos y echar mano del teléfono, deberían ser su primer y segundo movimientos tras el visionado. A continuación tocaría mover fichas, soltar cuatro alaridos, activar contactos y frenar una posible distribución y exhibición masivas del film en todo el país. Éste muerto aún está muy vivo; hoy mismo lo he visto pavoneándose en televisión.

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