12.12.07

¡Qué tiernecitas son las mujeres!

Viendo El Atardecer, lo único que he sacado en claro es que sus actrices (de la primera a la última) están espléndidas y que su fotografía es de una belleza visual increíble. Lo cierto es que, en este aspecto, el húngaro Lajos Koltai, en su segundo título como realizador tras Sorstalanság, lo tenía muy fácil pues, desde 1970, ha estado en la friolera de 69 films como director de fotografía.

Lo malo es que una película no puede sustentarse sólamente de la belleza visual y las buenas interpretaciones. Y es que, en El Atardecer, no hay más que eso y una magnífica escena, capaz de romper su soporífera narrativa, en la que Claire Danes danza con Hugh Dancy al son del rítmico I’ve Got the World On a String vía Michael Bublé. Su argumento es lo mismo de siempre. Una historia tierna y lacrimógena pensada especialmente para el público femenino. En ella, el recuerdo de un amor imposible y una tragedia inesperada provocarán falsos sentimientos de culpa a Ann Lord, una anciana mujer en su lecho de muerte.

Narrada entre el presente y el pasado, la cinta se centra ante todo en un larguísimo flashback al que, de vez en cuando, se le van intercalando escenas del momento actual; justo cuando dos hijas cuarentonas asisten en su casa a su madre moribunda. Ésta, entre delirios y visiones, las irá poniendo al día de un episodio que vivió en los años 50 antes de contraer matrimonio. De hecho, la mayor parte del trabajo de Koltai transcurre en ese periodo de tiempo: un inacabable fin de semana en un costero y lujoso enclave de Rhode Island, lugar al que una joven Ann acudió para asistir como Dama de Honor a la boda de su mejor amiga. Allí, entre devaneos con el borrachín hermano de la novia y el descubrimiento paralelo del que sería el amor de su vida, vivió uno de los pasajes más intensos y mejor guardados en secreto de su existencia.

Una sobredosis de azúcar a la que sus guionistas, Susan Minot y Michael Cunningham, cargan de todos los estereotipos habidos y por haber en este tipo de productos. El amor materno filial, las frustraciones sentimentales, la negación a comprometerse de por vida, la aceptación de un embarazo no deseado o la auténtica amistad, entre otros muchos, son los temas que han ido apilando, uno encima de otro y sin orden alguno, para darle cierto cuerpo a su mínimo argumento. Aún y así, todo cuanto nos expone El Atardecer resulta totalmente previsible.

La posible dureza que podrían ofrecer ciertos pasajes, ha sido disfrazada rápidamente de manera dulzona y cursi. Así, una muerte se enmascara con un futuro nacimiento, mientras una tragedia cantada se anula con el emotivo reencuentro de dos viejas amigas. “La melaza que no falte”, se debió decir para sus adentros el tal Lajos Koltai. Y, efectivamente, no falta en ningún momento. Suerte, de todos modos, que allí están damas de un gran nivel como Glenn Close, Vanessa Redgrave o (una fugaz) Meryl Streep para hacer olvidar al espectador el tostón que se está tragando.

Si a esas señoras de alto postín y su preciosista fotografía les sumamos los nombres y el buen hacer de otras mujeres de generaciones posteriores, como Natasha Richardson, Toni Collette o una inesperada Claire Danes (en plena forma y cargando con la mayor parte del metraje), incluso se podría pensar (erróneamente) que se trata de un producto bien acabado.

Por cierto: ¿por qué el cartel publicitario asevera, textualmente y sin ningún pudor, que se trata de un film del autor de Las Horas (¡vaya otro palo!) cuando, en realidad, el literato aquí tan sólo ejerce de coguionista al lado de Susan Minot, la verdadera y única escritora de la novela en la que se basa El Atardecer?

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