
No he leído el cómic. Y les puedo asegurar que no es necesario leerlo para aseverar (desde mi humilde punto de vista) que V de Vendetta bien podría haberse titulado B de Banal. O incluso S de Sopor. Un film vacío, pretencioso y discursivo. Exageradamente discursivo.
La idea es curiosa, lo cual no quiere decir que sea original en absoluto. Inglaterra está dominada por un régimen fascista, con claros paralelismos con el nazismo de Adolf Hitler. De entre las sombras resurge un hombre resentido, con ganas de venganza y de hacer tambalear al poder establecido. Se trata de V, un tipo enmascarado que, tras tragarse Matrix en muchas ocasiones, ha aprendido las sutilezas del arte marcial al estilo más saltimbanqui. Entre este estrafalario personaje y Evey, una chica a la que salva de ser violada y detenida por la tiránica policía social del país, nacerá una muy peculiar relación.
La historia no empieza mal. Parece que el film del debutante James McTeigue (discípulo directo de los matrixianos hermanos Wachowski) pueda ir por buen camino. Pero es que la verdad, con la aparición de V, el tío de la máscara, la película empieza a cojear. ¡Y aparece a los tres minutos de proyección! La personalidad de éste es demasiado arrogante como para caer bien al espectador. Arrogante y parlanchín; un xerrameques, como decimos en Catalunya; un plomizo de mucho cuidado, que sólo cierra la boca cuando suelta un par de hostias o anda enarbolando sus afiladas armas. A V le encanta largar interminables parrafadas, revestidas de un lenguaje culto y con cierto regusto por los clásicos. Todo un literato frustrado: Shakespeare y Cervantes se mezclan en sus soporíferos monólogos.
Lo mejor del producto, indiscutiblemente, se encuentra en sus actores secundarios. Tres ases del cine británico son los que al final acaban llevándose el gato al agua. Ni enmascarados charlatanes ni heroínas pelonas que valgan la pena, pues la función de Natalie Portman en la cinta no es otra que la de chica florero a la que, accidentalmente, se le ha acabado otorgando el papel de narradora, ya que todo cuanto acontece ocurre bajo su punto de vista. Lo más interesante, tal y como apuntaba, se halla en el banquillo de los suplentes; en ese tripleta interpretativa compuesta por John Hurt, Stephen Fry y Stephen Rea. Los dos Stephens cumplen a la perfección con su cometido, aunque ambos repitiendo los roles habituales en los que (por desgracia) han sido encasillados desde hace tiempo: Fly como gay intelectual y comprometido con las buenas causas; Rea, como hombre apenado y comprensivo, a pesar de su oscura profesión. John Hurt, por su parte, borda el perfil de dictador despótico, auto guiñándose y permutando su papel en 1984; de oprimido a opresor (y repitiendo con la uve)
En definitiva se trata de un cúmulo de despropósitos aburridos y banales que, amontonados uno detrás del otro, convierten a la película en una burrada tan innecesaria como ocurrió con las dos caóticas adaptaciones cinematográficas que McG hizo de Los Ángeles de Charlie. Hay una escena en V de Vendetta, bastante ridícula, en la que la Portman se disfraza de colegiala putita. No digo más para no chafarles que se esconde tras ese atuendo... sólo que personalmente lo encontré de lo más grotesco. Quienes hayan visto la película, hagan la prueba: intercambien a la Portman por Lucy Liu y dará igualmente el pego. Los Ángeles de V. Eso sí: la princesita Amidala, con coletas, minifalda y calcetines hasta media pierna, está para comérsela a bocados.
Vaya testamento cinematográfico nos dejó el gran Sergio Leone. Nada más y nada menos que Érase una Vez en América. Una película tras la que se esconde toda una declaración de principios: la ley del cine según Leone. Una obra maestra en la que se aúnan numerosos conceptos distintos para darle al producto un cuerpo único e indisoluble y en el que su largo metraje (más de tres horas de proyección) no llega a pesar en absoluto al espectador.
Todo cuanto expone en el film el desaparecido director tiene un sentido y una lógica, empezando por la manera de narrar su historia. ¿Alguien podría entender esta película si su narración, en lugar de avanzar y retroceder en el tiempo, estuviera contada de manera lineal? Pensarán ustedes que eso es una aberración. Y lo es. Y resulta tan aberrante debido a que, en su época, cuatro alucinados intentaron colarnos una versión de la misma, destrozada de manera vil por la productora y montada con el culo en orden cronológico. El súmmum del borreguismo.
Es cierto que su media hora final, respecto al resto del metraje, parece cojear un poco. Una cojera incierta, incluso falsa. No es más que un brillante juego del realizador italiano con el espectador. Su visible cambio de ritmo, sumado a la sensación de irrealidad e intemporalidad que abrigan sus últimas escenas y todos aquellos fragmentos que hacen referencia a una época más cercana a la nuestra, es la coartada ideal para apoyar la tesis de los que intuimos en la película mucho más que un simple film de gángsteres. El film de Leone abriga la historia de una amistad destrozada por una traición: una emotiva reflexión sobre la delación y los remordimientos que atormentan a quienes la ejercen.
Érase una vez en América es todo eso y mucho más. Más; mucho más: La sensible banda sonora compuesta por Ennio Morricone; la delicadeza con que Leone narra los años de juventud de un grupo de amigos que pretenden abrirse camino en Brooklyn mediante la extorsión y la violencia; la presencia de una jovencita (y debutante) Jennifer Connelly bailando al ritmo de Amapola; Robert De Niro dando vida a David "Doodles", uno de sus mejores personajes; niños que crecen en la calle a base de batacazos; una historia de amor imposible; una violación desgraciada; corrupción política, sindical y policial; la serenidad con que la historia avanza a través del tiempo... Todo se aúna, como en un puzzle, desde el primer al último fotograma, construyendo la definitiva cima cinematográfica de Leone. Una cima difícil de igualar en la que, además, tenía cabida el inolvidable personaje, cínico y conciso, interpretado por James Woods, un pedazo de actor al que nunca se le han querido reconocer sus grandes méritos ante la cámara.
Una película planteada, en sus inicios, como una extensión de su otro once upon a time de su filmografía: el C'era Una Volta il West (aquí mal titulada como Hasta que Llegó su Hora), aunque con mejores resultados que las del angosto film protagonizado por Henry Fonda. Un fresco histórico sobre la América actual, esa América que se ha ido forjando a través de inmigrantes italianos, judíos sin escrúpulos y todo tipo de extorsiones a empresarios y pequeños negocios de barrio. La América de don Vito Corleone y de Henry Hill. Esa América violenta en la que, sin embargo, existían ciertos códigos de honor y que se convirtió en cuna de vividores gracias a la descabellada idea de instaurar la Ley Seca.
Una maravilla, sin más.
Wallace y Gromit: La Maldición de las Verduras es una verdadera delicia; un divertimento único e inteligente. Amparado por el Oscar a Mejor Film de Animación, éste es el producto a través del cual, las dos criaturas fetiche de plastilina de Nick Park -un peculiar inventor y su fiel perro-, han dado el salto del mundo del corto al del largometraje. Un salto que, dicho sea de paso, se merecían desde hace mucho tiempo.
Su hilo argumental se centra, ante todo, en la obsesión de nuestros dos protagonistas por conseguir erradicar de su aldea a una plaga de conejos hambrientos y devoradores de todo tipo de hortalizas y cereales. Está a punto de celebrarse en el lugar un concurso sobre verduras gigantes, por lo cual todos los vecinos viven ansiosos por ver premiado a alguno de sus mayúsculos cultivos. Sin embargo, temen que el trabajo de un año sea roído por los numerosos animalillos orejones y dentones que por ahí pululan. Wallace y Gromit, convertidos en flamantes propietarios de una empresa pesticida, idearán un sistema mediante el cual los conejos dejen de sentirse atraídos por engullir verduras de manera convulsiva.
Los estrafalarios y alucinados inventos de Wallace, su pasión desmesurada por el queso y un magnífico cruce entre el citado Hombre Lobo y el Dr. Jekyll y Mr. Hyde (en el que cobrará un especial protagonismo un inquieto conejo en zapatillas), darán vida a un delirante enredo por el que desfilarán multitud de estrambóticos personajes, de entre los que cabe destacar a una baronesa preocupada por el destino de los conejitos (o "animalillos de peluche" como ella les llama), a un cazador poco ortodoxo o a un sacerdote que atesora en su sacristía una revista en la que se muestran varias monjas en deshabillé.
¡Cuánto daría por tener un perro tan fiel como Gromit!
Spike Lee se deja de monsergas y, al igual que hiciera en su magnífica La Última Noche, busca nuevos derroteros para dar rienda suelta a su cine y a sus neuras. Sin ser un título tan compacto como el citado, bajo mi punto de vista Plan Oculto ya se encuentra entre lo mejor del realizador.
Un Plan Oculto que, aparte de su lado más abierto y comercial, no renuncia para nada a las constantes de todo su cine anterior. El conflicto racial está metido a rachas, con la ayuda de un cuentagotas y sin agobiar con él al espectador. Ese tono en exceso discursivo que vertía en sus películas, ha desaparecido casi por completo, con lo cual su propuesta resulta más fresca y distendida. Y ahora, sus toques raciales, los coloca en el interior de la historia en función de los efectos causados en la población neoyorquina por el 11-S. O, al menos, esa es la impresión que me da el cineasta desde su film anterior, ya que ese odio visceral ha sido cambiado por el miedo hacia otros de raza diferente.
Plan Oculto es un producto con ritmo y con un guión tan milimetrado y estudiado como el propio atraco que narra. Recupera a Christopher Plummer y lo convierte en un oscuro personaje escapado del mismísimo Marathon Man. No en vano, ya que por algo el director afroamericano recurre al estilo del thriller setentero, aunque impregnándolo de su propia personalidad y, en parte, dándole la vuelta a muchas de las constantes del género gracias a sus inesperados giros en la narración.
Jodie Foster cumple bien su cometido, aunque en esta ocasión su presencia es un pelín anecdótica, pero consistente. Ella, al contrario que el poli y el caco, representa al cinismo personificado, la falta de escrúpulos total y absoluta, el mercenario por antonomasia: recoge la mierda de los de arriba y sabe seguir viviendo sin ningún tipo de remordimiento, girando su mirada hacia otro lado. De tanta mierda que ha absorbido en su vida, apesta, a pesar de su belleza exterior.
Vale la pena darle un vistazo a Plan Oculto y dejarse seducir por un Spike Lee más adulto, renovado y menos insistente con sus fobias, aunque como siempre empecinado en trasladar sobre ruedas a sus personajes mediante inevitables travellings frontales. Al fin y al cabo, esa es su firma visual.
Ayer tuve la posibilidad de ver el último trabajo de Dari Argento. Se trata de Ti Piace Hitchcock?,un thriller producido directamente para la televisión y su edición en DVD que, en todo momento y a pesar de su irregularidad, (para bien o para mal) contiene las constantes habituales del cine de su realizador.
El director italiano sigue fiel a su estilo. Entre este nuevo film y El Gato de las Nueve Colas, por ejemplo, hay muy pocas diferencias. Antaño se significó como el Rey del Giallo por excelencia y, por lo visto, aún quiere seguir manteniendo el mismo status. Continúa aferrado a aquellas oscuras y violentas historias que tanta fama le dieron, mezclando el horror más cáustico con el thriller policíaco, al tiempo que salpica la pantalla con gruesas gotas y regueros de sangre. Ese Argento que hace años cautivó a muchos quiere seguir vigente, al pie del cañón y con muy pocas variaciones respecto a lo que hacía en su etapa de más esplendor.
Tal y como indica su propio título, el film está orquestado como un personal homenaje al cine de Alfred Hitchcock, aunque la verdad es que en ese aspecto no resulta muy original. Al igual que otros directores que han intentado el mismo tipo de guiño cinéfilo se queda en lo más básico, sin atreverse a arriesgar demasiado. O sea, el eterno problema del grueso fílmico de Argento: la creación de guiones que resulten mínimamente verosímiles. Mediante un sinfín –forzadísimo- de referencias directas y evidentes a productos clave de la filmografía del director británico, edifica la historia por la que transcurre Ti Piace Hitchcock?. Así, para narrar los pinitos como detective aficionado de un joven estudiante de periodismo –dispuesto a descubrir al asesino de una vecina de un inmueble cercano-, adorna su trama con persistentes y baratas alusiones a productos como Extraños en un Tren y La ventana Indiscreta.
Un voyeur espiando a sus semejantes desde una ventana (con pierna escayolada incluida) o una escena de violencia filmada íntegramente en el interior de una bañera, son las primarias (y poco ingeniosas) ideas con las que Argento homenajea a uno de los cineastas que más han influido en su carrera. Y lo peor de todo es que, más que a Hitchcock, acaba pareciéndose a un film de Brian de Palma en horas bajas.
A pesar de los pesares y teniendo en cuenta que se trata de un telefilm, éste acaba siendo entretenido. Más que por su cuestionable (o nula) credibilidad, por la elección de unos actores de tres al cuarto o por la creación de un guión tramposo y plagado de cabos sueltos (como ocurre con el nunca aclarado personaje del propietario del vídeo-club), funciona a muy buenos niveles cuando el realizador romano muestra su parte más gótica y funesta, dosificando a la perfección el suspense y apoyándose, para ello, en la excelente banda sonora compuesta por Pino Donaggio quien, con sus acordes y el múltiple uso de instrumentos de cuerda, nos hace rememorar las melodías que Bernard Herrmann compuso para don Alfredo.
Si a usted también le gusta Hitchcock, remítase a los originales... por mucho Dario Argento que firme esta película.
Pues nada. Si a usted le pirra el cine del canadiense y le apetece en cantidad hacer una película con su mismo estilo y elegancia (sobre todo, elegancia), déjese aconsejar por mi oronda persona y, tras el estreno de su ópera prima, logrará ser ensalzado por los críticos más sesudos y el público más culto.
7) La fotografía de la película ha de ser muy oscura, exageradamente tenebrosa. La ambientación intemporal, para que el espectador nunca sepa si se trata de un film futurista o del pasado. Es indispensable que la mayor parte de sus pasajes sean tratados de manera onírica. La mezcla entre realidad y sueño nunca falla: le dará prestancia a su producto.
8) Nunca han de quedar claras las intenciones por las que Ladoire mata a tantos puercos. Todo ha de ser confuso, aunque con sus actos (y siempre pensando en el espectador más curtido e inteligente) ha de apuntar sibilinamente hacia cierta crítica de la sociedad actual. El abuso del precio del jamón tras la instauración del euro, la similitud entre las pocilgas y los consejos de ministros o el malestar de los payeses por sus condiciones de trabajo, han de convertirse en segundas lecturas escondidas tras los crímenes cometidos por tan pusilánime leproso.
9) No se olvide jamás de colocar alguna que otra referencia a una posible rebelión de las máquinas (la aparición de una lavadora con voz propia o de un secador de pelo fabricado con piel de gallina, son dos buenas y alegóricas imágenes sobre el tema).
10) De vez en cuando, sin abusar demasiado, haga que algunas de las protuberancias e hinchazones de Ladoire vayan explotando. Un manchón de pus sobre un espejo siempre resulta de un efectismo tremendo. Y más si el impacto de la secreción va acompañado de un contundente efecto sonoro; algo así como un flashpruffffshi compuesto con la ayuda de un teclado electrónico. Con esa supuración expulsada a mucha velocidad contra el cristal, conseguirá una ingeniosa alegoría en la que el ser humano como individuo, único e intransferible (el pus), se vea reflejado (el espejo) como una partícula más de la ponzoñosa sociedad en la que se ve inmerso.
11) El final ha de ser inconcreto. Muy inconcreto. Le propongo una plano picado y alejándose hacia atrás en el que Ladoire, hecho trizas y con todos sus pellejos levantados, esté follando de nuevo con la leprosa. El marco escenográfico ha de ser el interior de una pocilga, mientras varios cerdos observan como copula la pareja. Ella, la leprosa, ya estará sanada: ni una sola llaga en su cuerpo. Y la cola de cerdo que la caracterizaba habrá desaparecido por completo.
Con estos ingredientes habrá logrado una película de culto, de esas que aguantan años y años en sesiones golfas de fines de semana. Centenares de internautas dedicarán páginas exclusivas a su título. Y tras unos diez o doce productos más con constantes similares, podrá filmar una obra maestra en la que no habrá ni una sola purulencia.
Hay directores, como Lasse Hallström, que se desenvuelven como pez en el agua con cierto tipo de cine intimista. No necesitan muchos giros ni demasiadas sorpresas en sus películas; ni siquiera se ven obligados a contar muchas cosas en ellas. Tal y como ocurre en su penúltimo film estrenado, Una Vida Por Delante, en donde la fuerza de éste se apoya en el dibujo y las interpretaciones de sus personajes protagonistas.
Trabajar con dos tipos de la envergadura de Robert Redford y Morgan Freeman tiene trampa: en un principio, a eso se le llama jugar con ventaja, pues difícilmente gente de ese carisma pueda ofrecer una mala interpretación. Los dos están para sacarse el sombrero. Redford, por primera vez en su carrera, acepta por fin ser mayor ante la cámara, mientras que Freeman repite uno de sus roles habituales, el del buen y fiel amigo que ha acabado convirtiéndose en una especie de Pepito Grillo particular para sus más íntimos. Ellos en la película son, respectivamente, Einar Gilkyson y Mitch Bradley, dos cowboys solitarios y ya mayores que viven en la misma finca. El primero, mientras cuida su ganado, llora en silencio la muerte accidental de su hijo; su amargura lo ha convertido en un cascarrabias de tomo y lomo. El segundo vive postrado en cama tras haber sido atacado por un oso, necesitando de los cuidados de Einer para realizar sus tareas diarias más básicas. La llegada al lugar de la nuera de Einer, Jean, huyendo de un hombre que la maltrata y acompañada por su hija, romperá el universo hermético de los dos vaqueros. Los reproches entre la joven y su suegro y la presencia del oso encerrado en el minúsculo y cutrón zoológico de la población, serán los engranajes sobre los que se desplace el producto.
Una Vida Por Delante es un film sencillo, sin pretensiones ni estridencias. No destaca por su originalidad, aunque sí por la personalidad que le otorga su realizador, pues éste se mantiene fiel a su estilo habitual. Da más relevancia a la detallada y minuciosa descripción de sus personajes que a la mínima excusa argumental que los envuelve; unos seres quemados, con muy pocas esperanzas e ilusiones para continuar luchando que, marcados muy de cerca por la tragedia, se necesitan los unos a los otros para seguir al pie del cañón. Y, al igual que en muchos de sus títulos, el director sueco sabe rehuir cualquier tipo de melaza en una emotiva trama bañada de sentimientos. Jamás cae en el error de buscar la lágrima fácil, conformándose tan sólo con exponer unos hechos muy concretos.
David Cronenberg, el director de Una Historia de Violencia, es un tipo al que desde sus inicios le gusta retratar todo tipo de degradaciones, tanto físicas como psíquicas. Su cine, en general, ha diseccionado varios de los procesos degenerativos en el ser humano, normalmente bajo un punto de vista deformante, amparándose en el género fantástico y dotando a sus títulos de cierto aire insolente.
El realizador canadiense se planteó Crash como una provocación en toda regla. Tanto es así que, por culpa de su (también) enfermiza obsesión por llegar más lejos que otros en determinados temas, se alejó inconscientemente de marcar unas pautas mínimamente coherentes para narrar la historia que nos plantea. Una historia en donde sus principales protagonistas son los accidentes automovilísticos y al mismo tiempo, siguiendo con otra de sus obsesivas fijaciones, las taras y deformaciones físicas que éstos dejan en sus conductores y pasajeros. Así por ejemplo a Rosanna Arquette -en un rol bastante episódico-, la enfunda en un ceñido y corto vestido de cuero plagado de piezas ortopédicas para sujetar sus dañadas piernas.
No hay un guión lineal. La película está construida a golpe de anécdotas desagradables. Sólo busca escandalizar con su mezcla de ortopedia, hierro, sangre, sudor y semen. Poca cosa más ofrece. Tan sólo -y como excusa argumental- una mínima historia en la que mezcla a una pareja de amantes ansiosos por descubrir nuevas sensaciones sexuales con una extraña secta, adoradora de los carros destrozados y de los miembros amputados, cuya cabeza visible (un gurú que bien podría apellidarse Drácula) esgrime un magnetismo especial con sus más fervientes seguidores.
Y digo engañosa porque, tras su meticuloso y atractivo tratamiento visual del sexo y el mal gusto, no hay nada más. La nada. El vacío más profundo... Bueno... un poco menos... ya que está la Unger. Y dicen que menos da una piedra.
¿Saben que en su día salí entusiasmado tras su estreno? Como digo: un engaño.
Fresca como una rosa, guerrera como en los tiempos en que sentía celos de Jane por esos arrumacos que le daba a su Tarzán, la semana pasada recibió un galardón de manos de Antonio Trashorras, el director del Festival Internacional de Cinema de Comedia de Peñíscola. Un premio honorífico en reconocimiento a los gags que la estrella simiesca aportó al mundo de la comedia cinematográfica.
Hasta hace cuatro días, Chita fumaba algún que otro cigarrillo y tomaba una copa diaria de güisqui. Seguro que en esos pequeños detalles se esconde el secreto de su eterna juventud. Ahora ni fuma ni bebe; mal asunto.
Ayer, me armé de valor y la llamé por teléfono para felicitarle por su merecido galardón:
- Felicidades, Chita – le espeté al descolgar ella el teléfono.
Un silencio sepulcral al otro lado de la línea. Sólo oí un respirar entrecortado y débil.
- Chita, soy Spaulding. I am Spaulding
El corazón me dio un vuelco, pues esa mona, privada de su nicotina y de su ración diaria de alcohol, a sus 74 años (que, para un simio, es decir muchos años), lanzó un profundo mensaje que debería quedar grabado en la memoria de todos ustedes. Tomen nota del mismo:
- ¡¡¡¡¡uuuuuuhhhhh!!! ¡¡¡uhhhhhh!!! ¡¡¡uuuuuuh!!!...... ¡uh! ¡uh! ¡ungh!
¡Que sabia es Chita!
Años más tarde el actor ganó posiciones. Del 103 saltó al 007, aunque con un breve paréntesis como Persuasor al lado de Tony Curtis. El (dudable) prestigio de Moore estaba subiendo como la espuma. Su tarea era difícil: hacernos olvidar la jeta de Sean Connery metiéndose en la piel de James Bond. Todo un reto. Y, contra todo pronóstico, nuestro Santo consiguió lo que parecía casi un imposible en un actor de tan poco carácter como él, pues acabó otorgándole al espía británico un carácter muy personal y desenfadado. Un papel que, sin embargo, tuvo que abandonar cuando empezó a caérsele demasiadas veces el peluquín durante sus luchas con los malvados sicarios de Spectra.
Richard Donner, después de algunos resbalones y demasiadas secuelas de Arma Letal, ha regresado. Y lo ha hecho con fuerza, demostrando la profesionalidad con la que antaño afrontara títulos como La Profecía o Superman. 16 Calles es su nuevo trabajo. Un thriller en toda regla. Un thriller cáustico, trepidante, cargado de mala leche y con algún que otro rasgo cercano al de los tópicos del cine negro de toda la vida, empezando por el acabado personaje interpretado por un Bruce Willis fuera de serie.
La rutinaria misión de acompañar a un detenido al Palacio de Justicia, situado a 16 calles de su comisaria, la aceptará a regañadientes Piensa que, al igual que de costumbre, esa es otra de tantas tareas más, sin importancia alguna, destinada al borracho de turno... aunque la realidad, en esta ocasión, va a ser muy diferente.
Donner demuestra que el buen cine de acción ha de ser algo más que imagen, mamporrazos y persecuciones. Un mínimo de guión siempre es imprescindible. No son necesarios varios giros argumentales para enganchar al espectador en su trama. En 16 Calles ofrece una historia sólida y entretenida, en la que destacan un par de impresionantes diálogos entre Bruce Willis y David Morse, el malo de turno. Un Morse impagable que aguanta a la perfección el duelo interpretativo con un Willis distinto. Ni uno ni el otro recurren a histrionismo alguno para representar a sus respectivos personajes. Están perfectos. Y es que, durante su metraje, los dos actores coinciden tan solo, cara a cara, en un par de inolvidables ocasiones: momentos únicos y casi antológicos. Lo que dicen -y tal y como lo dicen- hace que salten chispas entre ellos, contagiando a la platea con la misma emoción. La solidez de sus diálogos y la vibración que transmiten con su actuación forman parte indiscutible del mejor cine.
El film tiene un aire narrativo y escénico cercano a la tercera entrega de Jungla de Cristal, aunque con un John McClane con muy pocos telediarios por delante, renqueante y perfumado de whisky barato; se acerca al espíritu suicida del Mel Gibson de la primera Arma Letal, e incluso (si mucho me apuran) entronca directamente con el western, a través del mismo espíritu de sacrificio y heroismo que mostraron John Wayne y Dean Martín en la eterna Río Bravo.
En el supuesto de que Donner hubiera eliminado su innecesario y moralista epílogo final, al tiempo que suavizara la interpretación del cargante Mos Def (el detenido de color que ha de custodiar Willis), tendríamos un producto redondo en todos los aspectos. Y es que, a veces, no se puede tener todo. Nadie es perfecto.