22.6.11
CERRADO TEMPORALMENTE POR TRAGEDIA
16.6.11
El pasaje del terror
Una línea argumental de lo más tópico le servirá al realizador malayo para buscar la originalidad a través del juego que propone al espectador: ir cambiando de estilos dentro del acotado género en el que se mueve. Así, su primera parte, en la que logra una atmósfera terrorífica que consigue atemorizar de verdad, se muestra mucho más clásica y formal, recurriendo, en todo momento, al espíritu de las cintas con mansiones malditas como grandes protagonistas.
En su parte central, aún conservando la misma esencia de su inicio, apuesta por una ensalada llena de espíritus malignos y efectos especiales totalmente acorde con el Poltergeist de Tobe Hooper, abriendo además la posibilidad de que el culpable de los fenómenos extraños que se suceden sean cosa de su comatoso hijo mayor, postrado en cama debido a un accidente doméstico. El ambiente sigue siendo igual de enrarecido e inquietante que en su magnífico prólogo.
La pena es que, en su último pasaje, Wang pierde los papeles y transforma todo su milimetrado trabajo anterior en un circo sin sentido. Un viaje a un universo paralelo es su justificación. La serie zetosa invade de lleno Insidius, rematando su entrada al otro lado del espejo de manera banal y sin esa atmósfera tensa y acojonante con la que se mantenía hasta el momento.
De un producto elegante, filmado con inteligencia y lleno de imágenes realmente aterradoras, da un salto de método y de calidad y se adentra en una especie de peliculilla barata, muy a lo Roger Corman de los 60, pero sin la desbordante imaginación que caracterizó la filmografía del citado director. Una manera como otra de desmontar un planteamiento ciertamente prometedor.
Personalmente, su última media hora, aparte de denotar una falta de ingenio tremenda, me dio la impresión de estar realizando una visita a un Pasaje del Terror, esas casetas de feria en donde un grupo de comediantes disfrazados asustan a los parroquianos que han pagado su billete de entrada.
9.6.11
De madre no hay más que dos
Basada en la novela Imagine This: Growing Up Whith My Brother John Lennon escrita por una de las hermanas del músico, se trata de un film melodramático que da un repaso a la adolescencia de Lennon centrándose, ante todo, en un turbio asunto familiar que le marcó para el resto de sus días. La relación de amor y odio con una madre que renunció a su tutela a muy temprana edad y la tensa tirantez que mantuvo con su madre adoptiva, están perfectamente reflejadas en la cinta. En un segundo plano quedan sus pinitos en el mundo de la música y su naciente amistad con Paul McCartney, ambos temas tratados casi de manera episódica aunque de modo recurrente a lo largo de la proyección.
Viendo Nowhere Boy, queda claro que el principal interés de su directora es remarcar el carácter melodramático del relato, centrándose en la lucha psicológica del cantante para sobrellevar una situación que está a punto de escapársele de las manos. Una historia a tres bandas, siempre a ritmo de rock, en la que el dolor, el amor y la muerte cobran proporciones cercanas a las de las grandes tragedias griegas.
Una película sencilla y sin muchas pretensiones en donde lo mejor se encuentra en la fuerza interpretativa de las actrices que dan vida a las dos mujeres que estigmatizaron la adolescencia de John Lennon. Por un lado la sobriedad siempre deslumbrante de una impresionante Kristin Scott Thomas, capaz de llevar a buen término el papel sobre el que Taylor-Wood ha cargado en demasía las tintas: el de la tía Mimi, una señora exageradamente severa y totalmente convencida de sus decisiones. Y, por el otro, la desenvoltura (casi histérica) de la no muy conocida Anne-Marie Duff quien, con su impecable trabajo, logra ganarse el beneplácito del espectador dando vida a la casquivana y no muy centrada Julia, la madre biológica del músico.
Por su parte, Aaron Johnson se acerca de forma correcta a la figura de un joven Lennon, aunque su labor queda bastante apagada debido a la potencia desbordante del trabajo de las actrices anteriormente citadas, verdaderas almas maters de la cinta.
Un film pequeño y casi anecdótico que, para narrar uno de los capítulos más dolorosos de la biografía de John Lennon, se sustenta de un sinfín de guiños, casi imperceptibles, sobre el particular mundo del músico y, por extensión, de The Beatles. Justo aquí, en este apartado un tanto subliminal, es en donde más van a disfrutar los fans de la mítica banda.
7.6.11
Grandes vacaciones
Pequeñas Mentiras Sin Importancia pertenece al mismo grupo de películas corales a las que pertenecen Reencuentro o Los Amigos de Peter. Todas ellas tienen un denominador en común: una reunión de amigos en la que, poco a poco, irán aflorando sentimientos y rencores, aunque no siempre punteados por la sinceridad que se espera de una verdadera amistad. Las relaciones de pareja, el temor a formalizar una relación indefinida, la búsqueda de la identidad sexual, el egoísmo o los recelos, son sólo algunos de los temas que irán asomando a lo largo de su metraje.
A pesar de su claro tono de comedia, la cinta de Canet posee un punto de melodrama y de acidez que la hace aún más interesante. La naturalidad con la que expone y filma los vínculos establecidos entre los miembros del grupo de amigos, hace del todo creíble las tensas vacaciones que están viviendo. Unas vacaciones -llenas de mentiras, reproches y malentendidos- que cada uno de ellos vivirá de un modo distinto. Desde el estrés y la furibundez del personaje de Cluzet al aislamiento depresivo del de Cotillard.
Comidas a pleno sol, cenas a la luz de la luna, excursiones en barco y alguna que otra borrachera. Un poco de todo para una película afable y emotiva que, a pesar de sus dos largas dos horas y media de proyección, se digiere con facilidad. Lástima de esos lacrimógenos, y nada naturales, diez minutos finales. Y es que nadie es perfecto.
2.6.11
El mayor (y ya será menos) espectáculo del mundo
Agua Para Elefantes sigue el modelo del melodrama más clásico. Pocas sorpresas hay a lo largo de la historia de amor que plasma, totalmente previsible y enmarcada en un enclave (más o menos) exótico. No es más que un producto montado para el lucimiento casi exclusivo de Robert Pattinson, ese jovenzuelo escuálido y blanquecino que, nacido al amparo de la saga Crepúsculo (esa visión del mundo de los vampiros dirigida a niñitos enamoradizos), lleva de culo a la mayoría de quinceañeras del planeta.
Para compensar la poca fuerza interpretativa de Pattinson (¡que pena da verlo fingiendo una borrachera!), Lawrence le ha colocado dos partenaires de lujo. Por un lado, la Reese Mentones Whiterspoon quien, valiéndose de su veteranía ante las cámaras, se merienda enterito al vampiro en cada uno de los planos que comparten. Y, por el otro, Christoph Waltz el cual, desde que ganó el Oscar por dar vida a un nazi en Malditos Bastardos, se pasa el día metiéndose en la piel de los más hijoputas del lugar: en este caso, en el del alterable marido de la Whiterspoon. Y allí, en medio de tanta estrellita, dominando el cotarro y como (gran) invitada de la función está Rosie, una elefanta que tendrá que soportar un poco de todo en su paso por el circo.
No le pidan peras al olmo. La película funciona hasta cierto punto. No aburre, pero tampoco ofrece nada nuevo. Más de lo de siempre, aunque con la peculiaridad de estar dotada de un look visual ciertamente atractivo. Su dirección artística es encomiable. La ambientación, sus decorados e incluso su cuidada fotografía, logran transportar al espectador hasta esa Norteamérica tocada de los años de la Gran Depresión.
Por cierto, una duda me invade tras la proyección: ¿Qué resulta más desproporcionada: la mandíbula de Reese o la trompa de Rosie?